Cuando llegan los veranos, no puedo evitar recordar lo inquebrantables que eran las costumbres de los mayores. Por poner un ejemplo, no hay verano sin un buen cocido. Pero cocido, con sus garbanzos, su espinazo, su tocino, su buen trozo de ternera y su caldo hirviendo, repleto de fideos. Era yo un muchacho con balón pegado al brazo y camiseta llena de lamparones cuando asomaba en pleno agosto almeriense por la cocina y veía a mi padre y al tío Manolo apretarse sendos platos de cocido, al tiempo que se miraban y asentían con satisfacción. Si en algo tenían aquellos dos hombres que estar de acuerdo, sin duda era en eso. Ese día era, por fin, un día que merecía la pena. Un oasis en mitad del desierto que los dos meses de verano suponían. Una época en la que las ensaladas, pasta fría, batidos varios y demás modernuras, contribuían a hacer la vida más difícil a aquellos de buenas costumbres. En pocas ocasiones más, escucharía de nuevo aquel «qué bueno está, Paco Ramón». Ayer me apreté un plato de cocido. Como era de bar, no estaba como aquellos de los que hablo, ni apareció después el plato con el espinazo y el tocino aparte, pero era cocido. Me acordé de mi padre y de mi Tite Manolo y de las costumbres de los viejos y de cómo sabían bien que un calor saca otro calor. De cómo disfrutaban con aquello y de cuánto se echan de menos algunas cosas tan sencillas como el sentido común. Me pregunto si, hoy en día, darles a mis hijos un cocido en agosto podría llevarme directamente al calabozo, acusado de maltrato y doy gracias por haber vivido esos años. El cocido de ayer ya lo he digerido. Los recuerdos, afortunadamente, son para siempre.