Juan se ha comprado una cinta de correr. La ha instalado en el pasillo de casa, por lo que cada vez que transita desde la cocina al baño o de este al salón o hacia el dormitorio, pisa su negra superficie y toda una suerte de lucecitas y displays se activan para saludarle.
Juan se toma, así, la frecuencia cardíaca y se cita a sí mismo para una ronda breve a cinco minutos el kilómetro, justo al volver de la salita, donde aguarda el ordenador para enviar unos emails. Juan es un profesional del teletrabajo, preocupado por su forma física y enamorado de las cintas de correr.
Esta mañana, la asistenta que Juan contrató para que cuidara de su flamante piso en alquiler, sito en Castellana, lo ha encontrado tumbado en el suelo. De primeras creyó Filipa que andaba el muchachote realizando una plancha abdominal o que se tomaba un respiro entre flexión de pecho y montain climbers. Juan, sin embargo, había fallecido sobre la impoluta cinta.
Filipa, sentada en el escalón del rellano, sigue llorando mientras Elena, policía nacional, la intenta tranquilizar. Los sanitarios vienen de camino y, para levantar el cadáver, ya sube por las escaleras la juez Soto, también aficionada al running indoor. La acompañan dos operarios, recién adscritos al juzgado.
—El mismo modelo que el de casa —piensa la magistrada al ver los leds, que vuelven a activarse cuando retiran el cuerpo rígido. Al hacerlo, la cinta acciona sus rodamientos de última generación, lo que complica aún más la extracción.
La escena es dantesca. La cinta quiere tragarse a Juan, mientras los operarios tratan de sacarlo de la misma, tirando de sus pies, por los tobillos. Las piernas, semiflexionadas por rigor mortis, dificultan la maniobra. La superficie rodante disminuye su velocidad, atascada por culpa de la camiseta técnica del cadáver. Un ruido muy feo avisa de que algo va mal. Soto estalla.
—¡Desactiven la cinta! —ordena de un grito, pero los funcionarios temen que, al soltar a Juan de los pies, este acabe succionado por la máquina. Soto, de un salto (atlético), logra pulsar el botón de parada. Las lucecitas se vuelven, entonces, intermitentes. Es una pausa. Suficiente.
Mientras tanto, Elena pregunta amablemente a Filipa.
—Dígame, señora, ¿desde cuándo tenía Juan la cinta en el pasillo?
—No le puedo indicar exactamente —solloza Filipa, sin aclararse demasiado. —La compró la semana pasada y dijo que la traerían los de mensajería y que la iba a poner en algún sitio de paso para correr y correr. ¡Ay dios mío! ¡Si hasta quería que yo la usara también! ¡Qué horror!
Elena piensa que, probablemente, todo este desaguisado sea una cuestión de mala suerte. Soto, por su parte, toquetea el cuadro de instrumentos, mientras los operarios descienden a Juan por las escaleras.
—¡Perdone! ¿Puede venir un momento, agente? —exclama Soto. Cuando Elena se acerca, prosigue:
—Mire. Alguien ha manipulado los programas de la cinta. El sujeto murió de agotamiento. No pudo desactivarla, por más que pulsara el mando de cancelación, pues habían cambiado su función ¿Ve?
Soto se manejaba como un pez en el agua, cuando se trataba de cintas de correr. Elena tomó nota y preguntó:
—Tal vez fuera él mismo. Filipa me ha dicho que pasó toda una mañana con el libro de instrucciones y que le ordenó no molestar con la aspiradora, cosa que no hizo pues la alfombra de la alcoba demandaba un mantenimiento inmediato. Sin duda, el ruido debió confundirlo.
Elena resultó convincente. Aquello no había sido más que una desgracia. Un exceso de confianza. Soto lo sabía. Esas máquinas eran cada vez más inteligentes y contaban con algoritmos complicados de manejar. Sin duda, Juan había subestimado la capacidad de la inteligencia artificial. La magistrada se quedó pensativa. Finalmente, ordenó:
—¡Precinte! Este artilugio sale de este piso hoy mismo.
—¿Destino? —pregunta Elena, bolígrafo en mano.
—Cualquier empresa, organismo, corporación, ente (privado o público) donde existan excedentes de personal. Vamos a fomentar la actividad física y, de paso, equilibrar plantillas.