No hace falta ver los treinta y ocho y medio en la diminuta pantalla LED para saber cómo estoy. A intervalos, tengo frío, sudor y golpes de calor. Me duele la cabeza cada vez que el pecho se abre un poco más para toser y no estoy bien en ningún sitio. Los minutos no siguen un ritmo normal. Tan pronto vuelan como se detienen, intensificando la espera.
He dejado el termómetro tirado en la mesita, camuflado entre pañuelos de papel arrugados. Al mirarlo, me sorprende la pantallita y esa forma que ahora tienen estos artilugios. Mirándolo, ya ni siquiera me alivio tal y como lo hacía con el otro. Aquel termómetro de cristal, con su línea roja, de final preciso. Aquel termómetro que siempre estaba frío cuando lo colocabas bajo la axila y apretabas fuerte cuando querías quedarte en la cama. O al contrario, lo dejabas bailar disimuladamente porque tus amigos andaban en la plaza y tus papás condicionaban tu tarde, tu fin de semana a lo que la rayita roja gritara en silencio.
Ahora emiten pitidos, tan rápidamente que apenas tienes tiempo de hacerlo bailar o de apretarlo. Ya no son fríos porque están hechos de plástico. Ya no curan los termómetros como los de antes ni tienen los mismos compañeros. Ahora se esconden entre pañuelos de papel.
Duermo otro rato, tal vez sueñe con la línea roja.