Luisa es antenista. Le gusta el trabajo. Por las mañanas, coge el parte y sale con su furgoneta, la Vito amarilla que nadie quiere (dicen que da mala suerte). Como Luisa siempre cumple, el jefe la deja tranquila. Sabe que, a las tres, tendrá el reporte completo en la oficina, la Vito lavada y el inventario repuesto. A Luisa no le hace falta ir por las tardes o completar dos sábados al mes. Le basta con resintonizar las vidas de sus clientes de lunes a viernes. A veces, realiza alguna instalación, pero lo que le gusta a Luisa es ver la cara de esas Adelas, cuando vuelven a tener compañía, porque ya pueden ver la tele. Una vez, una de ellas la abrazó y le dijo que le había sintonizado el corazón. A media mañana, Luisa ha entrado en una casa. La tele no se veía bien en una de las habitaciones. El problema parecía estar en una de las cajas. Un chispazo y Luisa no recuerda nada más. Ahora que despierta, Jose, el inquilino del piso le ofrece algo de agua. Está tumbada en el sofá. Se incorpora, medio mareada. Jose la ayuda. Comienza a contarle lo sucedido, pero Luisa se levanta y revisa la instalación. La tele vuelve a verse. Cierra la caja y se marcha. No contará nada en la oficina. Pero son las tres y media. Luisa deja la Vito a las cuatro, sin lavar. Antonio, su jefe, la llama y le pide explicaciones. Nada se sabe de la Vito nueva ni de la Renault roja, la que se lleva siempre Julián. A Luisa no le ha dado la gana de dar explicaciones. Antonio se ha cabreado y le ha puesto un sábado y dos tardes este mes. Harta de él, se marcha para casa. Tras la ducha, pone la tele. Es la hora del magazine de tarde. Un vecino de Vallecas, un tal Jose, habla con una reportera sobre el extraño caso de una antenista que permaneció un año en su casa, sintonizando el viejo televisor de la abuela. Desde que se marchó esta mañana, cuenta, solo aparece ella en la pantalla. Se llama Luisa y no puedo seguir viviendo sin ella.