Aquel mosquito estuvo unos minutos haciendo experimentos inerciales. Estoy seguro que esperaba agazapado entre esos matorrales capaces de echar raíces en las arenas de las salinas. Cuando me vio cruzar corriendo, se colocó a mi altura acelerando desde cero hasta conseguir la velocidad de doce kilómetros por hora que me había fijado por ritmo. La intensidad de la respiración, las olas que rompían en la orilla, el poniente racheado y los siete pensamientos aleatorios que cruzan el cerebro por segundo, fueron sus aliados. Incapaz de escuchar su vuelo a dos centímetros de mi brazo izquierdo, conformábamos dos sistemas inerciales con idénticas velocidades. Ello indica que cualquier elemento que descansara sobre nuestros cuerpos se movería exactamente a esos 3.33 metros por segundo. No es mucha velocidad para una decisión, tal vez la justa para una duda y desde luego ridícula para una locura. Por su parte, el mosquito portaría diferentes erre haches con la esperanza de compensar lo positivo con lo negativo, centrifugándolos a un ritmo óptimo que impidiera su coagulación.
¿En qué momento supo el mosquito que debía dejar de gastar energías para posarse en mi mano izquierda y darse un chute de cero positivo? ¿Por qué seguir volando si chupando posado llevaría la misma velocidad con la que mis locuras se reían de mis dudas? ¿Qué absurda razón empujaría a la Naturaleza a mantener dos sistemas inerciales cuando solamente se necesita uno?
Fue otro matorral, kilómetro y medio más adelante el que lo acogió, tras zafarse de mi intento por terminar con su intensa vida. Deceleró hasta quedarse con todo el reposo para él solo. La agitación me la llevé yo, que aún me hierve esa mano hinchada y con problemas para cerrarse.