Lo peor siempre es empezar. Las rodillas suelen doler hasta que el corredor no lleva tres o cuatro kilómetros trotando. El frío deja de sentirse más o menos a la misma distancia, cuando aparece el calor y la braga que se lleva al cuello comienza a sobrar, empecinada en dificultar la respiración. Sin embargo, a partir de ese momento, los pensamientos se diluyen y se hacen más livianos consiguiendo olvidar todo aquello que preocupa.
Toman protagonismo las ramas secas de los chopos, sus hojas en el suelo amortiguando el chasquido de las rodillas y la gélida luz del invierno manchego, soberbia y exhuberante aunque incapaz de calentar el aire lo suficiente como para respirar con confianza.
Los caminos que sortean las viñas, rodeándolas por dos y tres veces, asaltados por desvencijadas furgonetas blancas; podadores solitarios que combaten contra un emparrado infinito, envueltos en la misma braga que asfixia al corredor, mirando pasar al extraño enmallado, incrédulos; y el aire, perdido y desorientado, que sopla girando como los caminos, unas veces al pueblo, otras hacia la carretera, sorda, mancillada por los puentes que habilitan la circunvalación.
Lo demás se olvida, hasta el momento de cumplir los diez kilómetros y salir del enmallado.