Había parado de llover y el aire era fresco. Lo vi al cerrar el paraguas. Caminaba de manera inusual en él, así que aproveché el encuentro para preguntarle. Tras el apretón de manos y las referencias obligadas a la familia, me interesé:
—Me ha parecido ver que casi perdías el equilibrio ¿Alguna lesión?
—¡No! En absoluto. Verás… —sonrió durante la pausa —es que me he puesto en los zapatos de otro ¡Mira! —dijo, señalándoselos.
Yo no acerté más que a ver un par de botines de caballero, elegantes, casi nuevos, por lo que decidí profundizar:
—¿Y qué tal se va en ellos?
—¡Bueno! Ya te has dado cuenta de que mis andares son algo extraños. De hecho, casi resbalo en un par de ocasiones, minutos antes de que cesara la lluvia. Lo cierto es que cuesta acostumbrarse a ver las cosas de otra manera ¿sabes? Como si… ¡como si no fuera yo quien está sobre ellos! No sé si me entiendes…
Mantuve mis ojos fijos en los suyos. Arqueé las cejas, invitándole a continuar con la explicación. Quería llegar al fondo del asunto, a riesgo de terminar sumido en una auténtica conversación de besugos. Prosiguió:
—El caso es que debo confesarte que, a medida que transcurren los minutos, comienza a gustarme mi nueva posición. Y me he dado cuenta de que, ahora, encuentro explicación a las actitudes y comportamientos del otro, algo que en el pasado no sucedía ¡Incluso te diría que los aplaudo! Sinceramente, creo que me quedaré en estos zapatos por un tiempo.
Su satisfacción era tal que sentí curiosidad por conocer la identidad del otro. La siguiente pregunta era inevitable:
—Si no es molestia ¿podría saberse de quién eran los zapatos?
—¡Sin duda alguna! ¡Del que era mi jefe hasta hoy! Una mala persona. Un déspota. Un ególatra sin sentimientos hacia los demás ¡Nunca valoró el trabajo que desempeñábamos! Es más, siempre intentaba bloquear nuestros progresos si veía amenazada su posición. Lo que ocurre es que, en confianza… —se acercó para seguir hablándome, esta vez en voz baja —te diré que solía preocuparse por nosotros y exigirnos responsabilidades ajustadas a nuestro desempeño personal. Tenía en cuenta nuestras opiniones e intentaba incorporarlas a los proyectos. Era exigente, pero cercano en el trato. Vamos, si me preguntas, en estos precisos instantes, te diría que era un jefe excepcional, injustamente tratado por una plantilla de empleados que, sinceramente, deja mucho que desear.
Emprendimos la marcha juntos, pues íbamos en la misma dirección. Observé que la cojera de la que adolecía, momentos antes, se había disipado. Pensé que no hay nada como ponerse en los zapatos de otro e, inmediatamente, quise saber cómo me sentiría:
—¿Podría probarlos un momento?
Me miró sorprendido. Con cierta incomodidad, diría más bien. Quise aclarar la cuestión:
—Los zapatos, digo.
Me había entendido a la perfección. Sin reducir el paso, contestó:
—Antes, me los tendrías que quitar.