Poco o nada le gustaban los inviernos. Además de fríos, muy fríos, llegaban a oscurecerle el alma. La temprana ausencia de luz agotaba el día y las posibilidades de evadirse de una realidad que no había elegido. Por eso, también durante los inviernos, recurría a los libros aunque su lectura no fuera tan provechosa debido a la luz artificial con la que estaba obligada a explorarlos y a la multitud de tareas que parecen multiplicarse cuando no es verano. Las aventuras, las recetas, las intrigas e incluso las rimas parecían siempre menos interesantes. A pesar de ello, encontraba lo que buscaba en ellas y le sirvió, tarde tras tarde, para mitigar el hastío que le producían la falta de luz y un frío del que parecía contagiarse hasta el corazón. Las rutinas de los inviernos no participaban del ambiente de fiesta que rodeaba a las de los veranos y, a lo largo de su vida, se fueron convirtiendo en un paso obligado, camino del calor propio del estío. Siempre pensó que era una estación de paso y como tal la trataba. Aún así, seguía buscando historias donde los personajes le enseñaran a enfrentarse a ese vacío que, durante los inviernos, parecía atraer todos sus miedos interiores. Nunca se le pasó por la cabeza que esos días le llegaran a gustar.