La pandemia desaparecería mucho antes de que lo hicieran los controles. De hecho, quisieron que creyéramos que estos últimos jamás habían tenido lugar. Buena parte de nosotros lo hizo (a pies juntillas). No nos culpen. Durante aquellos días, si algo había en el aire, era éter.
Estábamos dormidos (o durmiendo), así que aprovecharon para colarse en nuestros móviles y, de esta manera, en las comidas y las cenas. Se metieron entre las sábanas y comprobaron que, efectivamente, era éter lo que inundaba el ambiente.
El año en el que suprimieron el título de ESO para imponer un certificado de asistencia, coincidió con el período en el que se registraron mayores dosis de éter entre nosotros. Nadie protestó. La mayoría pensó que no existían razones para ello y una porción residual, contraria al movimiento, desapareció. Nos dijeron que se habían marchado. Preferimos pensarlo así. Pensar costaba. Había demasiado éter.
Hoy nadie tiene más derechos que nadie, porque ninguno somos acreedores de los mismos. Se nos han negado, para que no podamos destacar unos sobre otros. Lo contrario conllevaría la vuelta a escena del odio y la violencia. Desde que respiramos éter, sólo conocemos la engañosa calma de la ignorancia.
Las mascarillas de aquel tiempo de pandemia no pudieron filtrar las incesantes toneladas de éter que esparcían, a diario, a través de sus palabras, retorcidamente combinadas (asquerosamente seleccionadas). Ahora, acostumbrados al olvido bajo coacción, ya no sabemos respirar oxígeno. No podríamos, siquiera, formularlo. No quedan, entre nosotros, quienes sepan hacerlo. Eso sí lo puedo certificar.