Llevaba sin salir de casa unos cuatro años, si bien no todo este tiempo había permanecido recluido contra mi voluntad. Como el resto de cosas que le ocurren a uno en la vida, comenzó sin más, sin otra explicación que una pandemia bajo la cual debíamos permanecer la mayor parte del tiempo posible metidos en casa. La empresa probó con algunos puestos de trabajo, entre ellos el mío y sucedió que descubrieron que todo lo que yo debía hacer, podía llevarlo a cabo en remoto.
Aquellos primeros días no hice más que recibir equipamiento nuevo. Era, incluso, mejor que el de la oficina. La empresa envió un técnico que abrió los puertos del router y me dio acceso a toda la nube. Además, el equipo que instalaron superaba con creces al que me había acompañado durante los últimos años. La empresa reparó en todo y no dudó en enviarme una mesa y una silla valoradas en más de tres mil euros. Como colofón, instalaron una máquina de café junto al equipo.
Pronto comencé a realizar pedidos online para abastecerme de casi cualquier cosa. Si quería una cerveza, la pedía. Si necesitaba artículos de droguería, los traían del super. Los escasos trámites administrativos los realizaba con el certificado digital y la Clave permanente. Hasta una cinta de correr llegué a instalar. Lo tenía todo. Bueno, a decir verdad, todo lo que hasta ese momento era habitual en mi vida.
Sin padres, hermanos, hijos, pareja o amigos, la vida fue encerrándome entre estas cuatro paredes durante meses. Cuando terminaba mi jornada laboral, pasaba las horas leyendo libros en formato electrónico. Había desconectado la televisión meses atrás, nada más arrancar el confinamiento y, exceptuando alguna red social y un par de programas radiofónicos, no establecía ningún contacto con el exterior. A decir verdad, eso no es del todo cierto. El trabajo me exigía reuniones semanales por videoconferencia. Eso sí, los tipos a los que veía eran tan o más raros que yo.
Con el tiempo, dejé de subir las persianas. Creo que era de día cuando escuché que la pandemia ya era historia y, de repente, el nivel de ruido exterior comenzó a aumentar progresivamente. A las pocas horas, era casi insoportable. Se escuchaba música por todas partes y el tráfico volvía a ser obsceno de nuevo. Vecinos borrachos aporreaban la puerta un par de veces por semana. En un principio, pensé que se habían equivocado pero lo cierto es que venían a por mí.
—¡Sal y vente con nosotros, cabrón! —balbuceaban mientras podían. Pegaban la oreja a la puerta y perdían el equilibrio recorriendo un metro hacia atrás. Deseé que cayeran por las escaleras, pero los muy desgraciados cargaban de nuevo el peso hacia adelante y se estampaban de morros contra la puerta, volviendo a gritar:
—¡Hijo de puta! ¡Sabemos que estás ahí! ¡Vente con nosotros que está todo el piso de fiesta!
Todo esto lo presenciaba en silencio, desde la mirilla. Menuda panda de vecinos. ¿Acaso no tenían trabajo? Más tarde supe que la economía estaba destrozada y que varios millones de empleos habían desaparecido, dejando a la gente una especie de subsidio que podían permutar por bebida y estupefacientes. La mitad del edificio andaba drogado y dormían en mitad de cualquier sitio. Pensé en mudarme pero, antes tendría que liquidar la hipoteca y encontrar un comprador. Tal vez otro borracho drogado. Hablaría con la empresa.
Y hablé. Me dijeron que nuestro sector estaba intacto y que el caos económico había favorecido las ventas de nuestro producto. Yo sospechaba algo, pues mi salario era aún mayor y las reuniones se espaciaban más en el tiempo. Teníamos escasa competencia y, básicamente, habíamos dejado de innovar por lo que ya no era necesario celebrar videoconferencias cada dos por tres para pensar en cómo añadir valor. Eso me dijeron, vamos.
La subida de sueldo me vino bien, ya que el delivery se volvió un trabajo arriesgado, solicitando fianza por entregar una simple coca cola. Mi vida seguía igual, más cara, pero igual. Eso sí, algunas empresas me habían notificado que no realizarían más entregas en la zona, por miedo a los vecinos. En apenas un par de años, me había aislado del mundo, al tiempo que el mundo más cercano había decidido aislarme. Cientos de personas, antes vecinos comunes, deambulaban por las calles y pasillos de los edificios, como si de auténticos zombies se tratara.
Ahora no podía salir y fue en ese momento cuando quise hacerlo. Habían transcurrido casi dos años y bien me podía haber acostumbrado, pero el sólo hecho de pensar que no podía abandonar el piso, me cabreaba. Hasta entonces, había sido mi decisión. No obstante, dejé para más tarde la acción. Debía pensar exactamente qué quería hacer. Si se me ocurría salir de casa sin saber muy bien qué pasos dar, acabaría devorado por miles de borrachos. Francamente, no me ilusionaba demasiado la idea.
Llamé a la policía, aunque terminé colgando el teléfono. Desviaron la llamada varias veces hasta que pude hablar con alguien. No se distinguía si era hombre o mujer y su discurso no parecía muy profesional que digamos. Todo el rato estuvo intentando averiguar mi dirección, asegurándome que un par de agentes se personarían en el domicilio. Sospeché cuando escuché risas al otro lado del teléfono. Llamé de nuevo a la empresa.
En la empresa me dijeron que, desde que la pandemia terminó y gran parte de este mundo se había ido a la mierda, se hallaban a miles de kilómetros de la sede. Concretamente, los cargos de confianza y los propietarios se habían trasladado con sus familias a Canadá, país en el que, por alguna razón que desconozco, la economía seguía intacta. En resumen, volver a por mí les resultaba demasiado costoso. Todo lo más que podían hacer era solicitar mi extracción al ejército, lo que llevaría, aproximadamente, un par de años. Les di el ok.
Hoy es el día. Hace unos instantes, me ha localizado un sargento en el teléfono y me comunica que me extraerán en quince minutos. Yo les he dicho que hay más borrachos que nunca y que temo seriamente por mi vida.
—La extracción será segura. No debe preocuparse.
Jamás había visto eliminar a tantos borrachos y desgraciados juntos. El comando se abrió paso por la calle norte y entró al edificio mientras les perseguían cientos de vecinos, corriendo de un lado para otro. Escuché los disparos en la escalera y los pasos acelerados de los soldados. También el griterío de esta gentuza que me ha estado amargando la vida dos años, botella va, botella viene. Yo sigo pegado a la mirilla y ellos lo saben.
—¡De aquí no sales, capullo! ¡Vas a ser un borracho como todos nosotros! ¡Al tiempo!
Fue lo último que dijo. El equipo militar lo eliminó de un disparo y les abrí la puerta. En cuestión de dos minutos estábamos en la calle. Al principio, tuvieron que vendarme los ojos, pues no estaba acostumbrado al sol. Corríamos en zig zag, esquivando zombies. El hedor no era humano. Si no fuera por la mascarilla, estaríamos todos borrachos. No podía creer en qué estado se hallaba la ciudad y cómo era posible que el sistema, años atrás próspero y esperanzador, hubiera colapsado de esta forma. Subimos al helicóptero.
Desde el aire, podían verse las colas de borrachos moverse al unísono en torno a los despachos de bebidas. Funcionarios protegidos con equipos eléctricos asignaban las dosis. Las calles estaban plagadas de desgraciados sin recuerdos ni memoria suficiente como para caer en la cuenta de quiénes eran y qué hacían antes de esta desdicha. Canadá será diferente, me dije.
Mientras el helicóptero se alejaba de la ciudad, recordé estos cuatro años e intenté ser consciente del momento en el que todo se fue al carajo. Había vivido recluido en un piso de sesenta metros, abasteciéndome del exterior y ajeno a la hecatombe económica, gracias a un buen empleo. Sólo me di cuenta de lo que ocurría cuando ya era demasiado tarde. Soy un privilegiado, sí. Pero me ha servido de poco, porque estoy de mierda hasta el cuello. Y este olor, ya no me lo quitaré en la vida, ni aquí ni en Canadá.
—Es usted el último que rescatamos. La zona se da por perdida.
—¿Por perdida? ¿Qué quiere decir?
—Amortizada. La zona está socialmente amortizada.