Luis viene de la fuente. Acude por las mañanas y allí se encuentra con Eloísa, que vive justo enfrente. Al principio, hablaban del tiempo y de algún que otro conocido. Con el tiempo, aparecerían los temas en común. Primero los hijos y, más tarde, la soledad. Ninguno de los dos recuerda el momento exacto en el que ambos supieron que ya podían hablar de cualquier cosa. De hecho, eso ya no importa porque, aunque hubiera sucedido ayer, ya es algo que pertenece a un pasado lejano que es, en sí mismo, irrelevante. Los dos han adquirido derechos recíprocos para opinar de sus vidas. Los consejos han perdido la prudencia. La vida de uno ha entrado en la del otro, sin vergüenza, con arrebato. Hoy se han molestado y por eso Luis viene solo, caminando con mal gesto, bajando la cuesta que lleva a la plaza en sentido inverso. Además, viene vomitando lo que durante estos meses ignoró deliberadamente, que no era sino todo aquello que no le gustaba de ella. Se siente traicionado porque, por primera vez en meses, Eloísa le ha llevado la contraria y lo que habían construido entre los dos no ha sido suficiente como para que ella le diera la razón. Luis no lo entiende. Pensó que merecía ser incontestable por haberla sacado de la maldita soledad, una, con las uñas tan largas que nadie, excepto él mismo, podría haberla arrancado de su corazón. No se dio cuenta Luis que la soledad es la única que siempre te agrada, con el ánimo de que no la abandones nunca.