Llueve a cántaros y con sol. Un sol de justicia así que la humedad presente en el aire corroe cualquier cosa que esté expuesta a la intemperie. -Yo en estas condiciones no salgo a la calle -dice Juan, con ese estilo tan pedante que tiene de hablar. Ni lo he mirado porque no me hace falta. Escuchándolo, ya sé cómo está sentado, incluso el gesto que tiene, recostado en una suficiencia que provocaría ardores al más tranquilo de los humanos.
Cojo el chubasquero, uno fino y azul que me regalaron en una carrera popular, hace ya dos años y del cual pensé tirarlo porque ciertamente no le encontraba utilidad alguna. Huele a petróleo, es fino y áspero pero hoy va genial. -Chao Juan, ahí te quedas. Me voy al taller a por el coche -con desgana, cerrando la puerta, me despido de él.
Llego empapada al taller. Con razón regalaban el chubasquero. Ni para esto sirve. Hace calor, llueve y no hay nadie en la calle. El coche está listo y la factura también. Lista para viajar a la guantera. Ya vendrá Juan a pagarla. He quedado con Luis y Elena. A ellos les encanta la lluvia, incluso en junio.