un error en la entrega

Abrió el paquete nada más marcharse el repartidor. Le había recordado a un antiguo novio del instituto. Tenía el pelo desordenado y el cuello de la camisa ennegrecido. La miró de arriba a abajo mientras firmaba la entrega. Lo hizo con la boca entreabierta, dejando escapar su aliento. Ella supo lo que pensaba y sintió asco; alivio al verlo subido en la furgoneta; lástima por la próxima destinataria. Ciertamente, le recordaba a ese antiguo novio.

El paquete contenía lo que esperaba. La desmontó y volvió a montarla en cuestión de segundos. Con el cargador repleto, subió a la primera planta. Le hizo gracia haber olvidado el peso de un arma en la mano. Cuando entró, estaba dormido. La habitación olía a pies, como de costumbre. Se había hecho a ello después de tantos años y se preguntó si podría vivir sin percibirlo.

<Lo sabré enseguida> pensó, mientras levantaba la pistola, apuntando a su corazón. A menudo, dedicaba tiempo a pensar qué parte del cuerpo recibiría el disparo. Hacerlo logró disuadirla de señalar a la cabeza. Si algo tenía aquel sinvergüenza, era una cara bonita. Y una madre que no se merecía no poder mirar a su hijo muerto. Por lo demás, le era indiferente. El corazón, se dijo, aunque me costará encontrarlo. Nunca me lo enseñó.

En el momento de apretar el gatillo, sonó el timbre. No despertó, gracias al alcohol, aún en su cuerpo. Aunque ella sí se asustó. Miró por la ventana. El sucio repartidor volvió a picar el timbre, esta vez con insistencia. Bajó sin soltar el arma.

No llegó a abrirle. Preguntado por la razón de su vuelta, la malograda versión de aquel novio torpe del instituto, respondió que tenía que reclamar el paquete entregado pues había equivocado la dirección. A través de la mirilla, parecía bastante nervioso. Portaba un paquete similar.

<Lo lamento, señora, pero he cometido un error. Esa entrega no es la suya. Es para su vecina.>

Hizo caso omiso y volvió a subir las escaleras, acabando con la vida de su marido de un sólo disparo, si bien agotaría el cargador. Ni se enteró. Años después se arrepentiría de no haberlo hecho sufrir. Eso le hizo pensar que no había merecido la pena. Aquel árbol seco se había desplomado en mitad de un bosque deshabitado y nadie, ni siquiera él mismo, lo escuchó morir.

No fue el único crimen de la mañana. Hubo otro, unos números más abajo. La vecina, sin su arma por error del mensajero, no esperó a reclamar y se cobró los años perdidos bajo la forma de treinta y cuatro puñaladas repartidas sin precisión alguna. Aquel marido sí se enteró. Aquel homicidio sí le valió la pena. Murió, según el forense, en la cuchillada número veinticinco.

Nada pudo hacer el repartidor, excepto quedarse con una pistola que no era suya. La misma que serviría, meses después, para terminar con la vida de una antigua novia de instituto.