Vuelve a escucharse el jaleo de cajas en el bar de arriba con tal naturalidad que me parece estar en el verano de 2019. Se escucha la bulla, el tintineo de las cucharillas y el runrún de la gente en el desayuno. A la sombra se está en la gloria y pocas cosas valen tanto y cuestan tan poco como el fresco de julio a las nueve de la mañana. Uno, que viene de correr un rato por la playa, sabe que esto durará poco y que, en unos meses, volverán esos hielos de La Mancha que, también, traen otras cosas buenas. A cada tierra una época y, a cada par, un gozo.
Vuelve a escucharse el jaleo de cajas en el bar de arriba y en la playa ya no están los megáfonos del curso pasado ni, afortunadamente, sus distópicos discursos, reproduciéndose cada diez minutos. En su lugar, han aparecido unos letreros con unas instrucciones tan precisas que cualquier marciano las podría seguir. Merece la pena leerlas con atención, pues nadie lo hace y te sorprendes a ti mismo recitando:
—Planifique su visita a la playa.
Mientras se escucha el jaleo de cajas en el bar de arriba, repaso el bolso y compruebo que llevo: crema solar, toalla pequeña para secarte la cara tras el baño, móvil, ebook, algo de dinero, móviles de los niños, sus toallas de playa, un juego de cartas, parchís, auriculares, afterbite, el pincho de la sombrilla, las llaves de casa, camisetas y bañadores de repuesto, batería portátil, funda de las gafas y reloj.
El jaleo de cajas en el bar de arriba me ha despistado y casi olvido la nevera de corcho blanco (¡qué gran invento, oigan!), equipada con el hielo necesario, coca colas, alguna cerveza (cero cero también), tupper con la tortilla y los filetes empanados y, por fin, un par de piezas de fruta. Contamos, además, con sillas, mesa, sombrilla y los vientos para sujetarla bien en caso de que haga aire. Gafas de sol y gorra con visera larga ya puestas. Espero no echar nada en falta allí abajo.
—¡Niños! ¡A la playa!