La niebla los había acompañado durante todo el día. Cada vez que miraban por la ventana, ésta los invitaba a quedarse. De pie, se buscaron a pie de calle, en la terraza del cuarto piso, en medio de aquel paso de peatones o debajo de la marquesina de la línea tres. Se sabían allí, más cerca de lo que pensaban aunque no podían verse. Tal vez, pensó él, no estaban utilizando los sentidos adecuados. La humedad alteraba el tacto y camuflaba los olores. La niebla impedía que sus ojos se encontraran. Fue entonces cuando calló y encontró algo más que el silencio. Halló sus pasos. Los escuchó por primera vez y ya no dejó de sentir su ritmo. Aquellos eran sus tacones, solitarios, juntos, caminando hacia él en mitad de la niebla. Se quedó parado esperándola, intentando adivinar el momento en el que ella estuviera tan cerca que fuera imposible no verla, olerla, tocarla. Apareció de la nada, al tiempo que sus tacones se detenían, haciéndole saber que ella acababa de encontrar lo que buscaba. Al fin, pensó él, nos tenemos delante, después de permanecer medio perdidos en mitad de todo esto. Como la niebla, que deja advertir el sol que ella misma quiere esconder, para que uno sepa que sigue ahí, aunque conseguirlo parezca inalcanzable. No dejaron de mirarse, a pesar de la niebla. Se tocaron sin decirse nada. Podían olerse. Al separarse, él volvió a escuchar sus tacones alejarse, llevándose consigo su olor. Cerró los ojos e imaginó un día sin niebla.