Me he comprado una bici para dar mis paseos por el bulevar de ocho a once, durante la fase cero de este confinamiento. No me fío mucho de ir andando con tanta gente de aquí para allá, así que he pensado que en bicicleta voy mejor. No sé. Más seguro.
Tiene dinamo, luz, timbre y guardabarros plateados. Sillón negro de cuero, triangular. Patilla cromada rematada con tapón oscuro de goma. Pedales blancos con tira reflectante naranja, manillar niquelado, frenos de aro y ruedas lisas negras con lateral blanco. Justo a la mitad, encuentras una llave que acciona una bisagra para plegarla cuando no la usas. Es de color rojo toda ella y me encanta el faro redondo, montado sobre el guardabarros. Incluso puedo llevar mis cosas en el portaequipajes, pequeñito, sí, pero de muelle resistente.
Mi bici no tiene marchas. Es de piñón y plato tradicional y nunca me mancharé el pantalón de grasa, porque la cadena está protegida por una pieza de chapa blanca donde puede advertirse la marca (que no diré, para no hacer publicidad). Si acaso esta pieza se perdiera, tampoco me preocuparía pues mi pedaleo es suave y suelo recogerme la pernera del pantalón con una pinza de la ropa.
La bicicleta me ha costado poco, pues es usada. Perteneció a un lechero. El pobre hombre murió hace años y pasó a manos de su hijo, quien la dejó oxidarse en el almacén de la tienda de ultramarinos que este regenta en la actualidad. Ayer mismo, que salí a comprar, la vi cuando un empleado suyo accedía al «warehouse» (es una tienda moderna) para refrigerar unos bacalaos. Y me enamoré de ella. Me dije:
—¡Sergio! Esa BH tiene que ser para ti. ¡Que tú tenías una igualica cuando eras un mocoso!
¡Demonios! Que os he dicho la marca sin querer. Bueno, de todas formas, a buen seguro que muchos de vosotros ya sabíais que me había comprado una BH.