—¡Buenos días, doctor! ¡Vengo porque me duele la garganta! —grité, desde la puerta del consultorio.
—¡Ya somos dos! ¡De un paso más y cierre la puerta! ¡Sitúese sobre la línea roja! ¡No se siente! —me gritó el facultativo, desde su mesa.
Su voz era aun más ronca que la mía. El médico sacó algo de su bolsillo. Una especie de lámpara telescópica. Volvió a gritar.
—¡Túmbese allí, en aquella camilla, la que está a unos veinte metros de usted! ¡No corra, no tema, no se acerque a mí! —me indicó, haciendo grandes aspavientos. Hice caso y me tumbé.
—¡Póngase de lado! ¡Mire hacia este lugar!¡Aquí, aquí! ¿Me ve? ¡Abra la boca! ¡Diga Aaaaaaaaaa!
En cuanto quise darme cuenta, la lamparilla telescópica estaba dentro de mi cavidad bucal. El doctor, sentado en su silla, a 9 metros de distancia, examinaba mi garganta con ella.
—¡Bien, no se preocupe! ¡Tiene usted lo de todo el mundo! ¡Faringitis afónica por distanciamiento social! ¡Unos días en casa y un jarabe!
Quise morirme al escuchar el tratamiento. Intenté gritar aún más fuerte.
—¡Quedarme en casa, no, doctor! ¡Se lo ruego! ¡En casa no, por favor! —supliqué desde la camilla, aún con la lamparilla en la boca. No tardó en responderme.
—¡Escúcheme! ¿Me escucha? ¿Sí, verdad? —cómo no iba a escucharlo si nos estaban oyendo desde mi casa, pensé. Prosiguió.
—¡Si no se queda usted en su casa, perderá la voz en dos días! ¡Y en ese caso, ya no podrá hablar con nadie! ¿Me entiende?
Salí de la consulta muy desanimado. Había transcurrido un mes desde que decretaran el fin del confinamiento y ya tenía que volver a encerrarme de nuevo ¡Yo! ¡Que sólo quería volver a hacer vida normal!