Echa la vista atrás para contar todo aquello que ha hecho durante los tres últimos meses. Recuperó algo de tono en los dedos al volver a presionar fuerte las cuerdas contra los trastes. Perdió algo de vergüenza cuando decidió adentrarse en el mundo de la videoconferencia. Aprendió a hacer la compra de manera rápida y efectiva, sin dejarse nada. La causa de ello, una planificación perfecta de las comidas para la semana. Tuvo tiempo para mirar por la ventana y, por supuesto, para pensarse dos veces si debía tuitear algo indebido. Recuerda haberle dolido alguna que otra interacción (la que más dolió no la buscó, lo jura). Ha habido instantes, cómo no, para verse por dentro. Otros para reírse de sí mismo.
Al abrir la puerta, recuerda que tiene que volver a colocar la guitarra en el altillo del armario y la pegatina en la cámara del portátil. Cae en la cuenta de que debe tirar a la basura lo que ya caducó en la nevera y romper en mil pedazos el cuadrante que aún sigue atrapado entre el imán y la puerta del congelador. Limpiar la ventana de esos dedazos que dibujaban cosas en el cristal hasta hace bien poco. Pensar en salir de twitter, ahora que llega el verano y los gorjeos se escuchan con menos frecuencia. Dejar de verse tanto por dentro y dedicarse a coger algo de sol (¿dónde estás? ¿sabes que ya estamos en junio? ¡Me tienes blanco, bribón!)
De lo de reírse de sí mismo no se habla. Eso no se negocia, haga el tiempo que haga, pase lo que pase y esté como esté. Quizá, sin exagerar, sea de las pocas cosas con las que se quede de un confinamiento que ya es historia (de momento).