La cañada

Todo empezó el mes pasado, hace ahora veinte días. El sonido del móvil me avisaba de un mail. Al principio pensé que era spam, pero al leer el remitente no pude resistirme a abrirlo.

Asunto: Ven
Remitente: mila_para_ti_o_para_nadie@outlok.es
-Hola. No me conoces aunque yo a ti sí. Me va a encantar verte. Me apetece mucho. Besos. Mila.

Lo leí un par de veces disimuladamente, pues pensé que alguno de mis queridos compañeros estaría detrás de esto y seguramente estarían pasándoselo bien a mi costa. Hacía tiempo que había roto con Paqui, comenzando así a llevar una vida más tranquila, sin apenas salidas. Los amigos, o como quiera que se les pueda llamar, llevaban un tiempo intentando que volviera a encontrar a alguien aunque, a decir verdad, a mí no me apetecía demasiado. Estos meses de atrás había aprovechado para conocerme y mirarme más a mí mismo.

En el momento de leer ese email, lo cierto es que todo el mundo estaba en la cafetería, así que eso me hizo descartar el asunto de la broma fácil y fantaseé con que, por qué no, tal vez alguien interesante se hubiera fijado en mí. Eso sí, la dirección era, cuando menos, inquietante. No obstante, ¿a quién no le gusta gustar? me dije. Cerré el mail y seguí con el trabajo.

Esa tarde, como tantas otras, salí a correr sobre las ocho y media de la tarde. El paseo marítimo se llenaba de personas corriendo. El mar, el sol terminando de madurar el día, la brisa moviendo las palmeras y decenas de mujeres y hombres cruzándonos, solapándonos a ritmos diferentes. A lo largo de los diez kilómetros que recorría, los pensamientos que me ocupaban solían ser variados y sobre todo tenían la capacidad de oxigenar el alma o lo que quiera que haga que algunos días estés bien y otros te encuentres regular y menos.

Sobre la media hora, percibí unos pasos alcanzarme y cuando ya me disponía a averiguar el ritmo que llevaría quien estaba a punto de adelantarme, escuché su voz:

-Hola Sergio. Soy Mila. Me encanta correr a esta hora y con este paisaje. Y me encanta encontrarte. ¿Recibiste mi correo?

Incluso a cinco minutos el kilómetro, su cara era tranquila. Llevaba el pelo recogido y sus ojos eran verdes y enormes. Si aquella chica era la mujer del correo, no podía ser una psicópata. No solamente era guapísima. Tenía algo instantáneo que hacía que desearas abrazarla para estar con ella siempre.

Aquella tarde corrimos más de diez kilómetros, llegando más allá del paseo marítimo, sin dejar de hablar en ningún instante. Me contó su vida o, al menos, muchas cosas de ella; dónde vivía, a qué se dedicaba, qué cosas le gustaban y por qué se había fijado en mí. Me dijo que llevaba unos meses viéndome correr, cruzándose conmigo y que le gustaba imaginarse hablando conmigo porque tenía la sensación de que se sentiría a gusto.

A Mila la asesinaron esa misma tarde, después de despedirnos. La encontraron por la mañana en una cañada que atraviesa un tramo sin urbanizar, cerca del paseo de la playa. No llegó a casa y por eso estuve plantado media hora en la puerta de la pizzería en la que habíamos quedado para cenar. Acudí a la Policía para prestar declaración y contarles lo que sabía. También les enseñé el mail. No fui para Mila y así Mila no fue para nadie.

Estuve tres días sin ir al trabajo. En tan solo unas horas, mi vida se había descolocado y ahora tenía llamadas de un Inspector cada dos por tres. Tuve que ir a reconocerla, tuve que ir al sitio donde la encontró un corredor a las siete de la mañana, tuve que contar todo lo que me contó y tuve que enseñarles los emails que me seguían llegando de ella.

-Estoy sin ti y me pierdo. Quiero verte y no te encuentro. Aquí sola no quiero estar así que tendrás que venirte conmigo. Te quiero. Mila.

Ese último email hizo que me pusieran escolta. Acudía al trabajo acompañado de dos Nacionales, los mismos que hacían guardia en la puerta de casa mientras comía lo poco que me entraba en el estómago e intentaba echarme la siesta. Me prohibieron salir a correr pero a la semana y media de encierro estallé. Me puse las zapatillas y salí a correr por la playa, acompañado de los corredores de siempre, aquellas personas que se solapaban conmigo, tal y como creí que lo haría Mila la tarde en que la conocí.

Aún dentro del estallido de cólera que me invadió y que me hizo despistar a mi escolta, opté por variar el recorrido para evitar pasar por aquella cañada. Hice unos siete kilómetros a buen ritmo hasta que la escuché decirme:

-¿Por qué no respondes a mis correos? Estoy sola allí. Necesito que vengas a verme.

Hace veinte días que empezó todo esto y aquel primer correo electrónico hoy es más cierto que nunca. Me dijo que ella sería para mí o no sería de nadie y lo cumplió. Ahora me desangro en esta cañada por la que decidí no pasar hasta que ella me alcanzó a la carrera y me trajo hasta aquí, ya muerta. La gente se agolpa a mi alrededor y escucho cómo gritan pidiendo auxilio. Pero Mila no quiere dejarme entre ellos. Me besa ahogándome, mirándome como suyo, porque dice que o soy suyo o no soy de nadie, porque fui yo quien decidió correr a su lado a través de la cañada. Solo yo corrí aquel día a su lado. Solo yo soy ahora para ella. Jamás debí correr solo por aquella cañada. No lo hagas. No corras solo por las cañadas.

Para Francisquete, un corredor amante del género de terror.

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