Las cerezas

Aunque pareciera que los veranos siempre llegaban de golpe, coger las cerezas se había convertido, año tras año, en un hermoso preludio de lo que sería el tiempo más deseado. Como cada cosa tenía su momento y ahí radicaba su importancia, no prestaba demasiada atención mientras no viera despuntar los vivos tonos rojizos que prendían de las ramas y el contraste con el verde de sus hojas se hiciera aún más intenso. La recolección le proporcionaba algo más que un postre bajo el emparrado, algo más que saberse a las puertas de sus libros, de la calma y la evasión que ellos le facilitaban. Cada cereza era un puedo con el que respirar, un quiero con el que luchar y un velo con el que disimular los miedos que no podía tapar con la sonrisa. Cada fruto arrancado al árbol se convertía en un relevo que se daba a su propia carrera sin que ninguno le supiera amargo. Las cerezas que cogía siempre eran dulces, seguramente por lo que contenían. Las recolectaba para sí, para el verano, para sus libros, para sus sueños.