los vecinos

Mi negativa a llevar las gafas puestas, junto con el pánico que me produce la sola idea de pegarme un trozo de plástico (llámese lentilla) al ojo, ha provocado, en más ocasiones de la cuenta, algún que otro malentendido.

Recuerdo confundir a la señora de la limpieza con mi madre y darle un susto de muerte cuando la agarré por detrás para pedirle dinero. La pobre mujer tuvo que ser atendida en plena calle, mientras dos vecinos me golpeaban, ignorando mis explicaciones.

Precisamente, mi madre estuvo sin dirigirme la palabra tres meses, pues se cansó de que la ignorara por completo al, según ella, cruzármela por la calle cuando venía del mercadillo. Me acusaba de hacerme el tonto para no ayudarla con el carrito, cuando yo (para ser sincero) sólo veía vecinos vigilándome para volver a darme una paliza.

Otro día, al salir de la farmacia, me metí en un coche que no era mío. Fue bonito mientras duró la confusión, ya que el coche, pese a tener el mismo color y ser de la misma marca, estaba realmente limpio por dentro y alguien había dejado, en el asiento del copiloto, una bolsa de roscos de semana santa. Me sentí bien sentado frente al volante, más aún cuando introduje la llave de contacto. Los problemas vinieron cuando me atacó la ansiedad y la forcé, rompiendo todo el sistema de arranque del automóvil. Ahí me di cuenta. Quise bajarme y huir, pero los dueños abrieron la puerta. Eran los vecinos que me habían apaleado meses atrás, algo que se convertiría en costumbre. Otra vez.

Ya recuperado de las lesiones y, con demanda interpuesta, acudí al juzgado a la vista contra estos dos energúmenos. Ellos me habían llevado a juicio por los daños en el vehículo y yo no me quedé atrás, presentando los dos partes de lesiones correspondientes a las palizas propinadas. Reconozco que fue un momento tenso y, tal vez por eso, a la entrada confundí al juez con el bedel, dirigiéndome a él de muy mala manera y exigiendo, de un puñetazo en la puerta, que abriera «de una puta vez» el juzgado, que «para vagos estábamos pagando impuestos». Ni siguiera mamá, con quien ya había hecho las paces, quiso convencer al señor magistrado de que aquello no era otra cosa que una terrible confusión, motivada por mi falta de visión.

Los vecinos salieron absueltos de mi demanda y yo tuve que pagar la reparación de su coche más otra cantidad en concepto de daños y perjuicios, además de las costas judiciales. Me vi obligado a pedir un préstamo al banco, que me denegaron al no tener nómina y oponerse mi madre a figurar como avalista. Tal era el enfado que llevaba encima que creí ver a los vecinos en el cajero automático, a la salida de la sucursal. No sé qué me pasó, pero, en un arrebato, cogí la papelera cenicero (sí, esa de color negro con un agujero grande redondo en un lateral) y se la estampé en la cabeza a uno de ellos. Resultó ser el técnico que estaba resolviendo una incidencia en la máquina, sufrida por la otra persona.

Segundo juicio, esta vez por homicidio. Cuando entré a la sala, por Dios que creí que el fiscal era el juez que había confundido con el bedel, así que le grité, haciéndole responsable de todos mis males. Dije que no creía en la justicia, pues ese señor togado ahora me perseguía y, bien seguro, iba a condenarme, cosa que ocurrió. Seis años me cayeron, por mucho que llorara mamá. Claro que el llanto pronto se convirtió en reproche:

—¡Si te hubieras puesto las gafas! ¡Burro! ¡Que siempre has sido un burro!

—¡Y yo qué sabía, mamá! ¡Era feliz así, sin tener que saludar a nadie por la calle!

Llevo cumplidos cuatro años de condena. Me ha pasado de todo. He sido bibliotecario, confundiéndome en los préstamos. He estado en la botica, provocando reacciones alérgicas por suministrar medicamentos equivocados. Me he metido en las celdas de los delincuentes peligrosos, pensando que era la mía. A uno de ellos le gasté una broma pesada, creyendo que era mi compañero. Volví a ver al juez que me condenó, disfrazado de psicólogo evaluador de la condicional. Aunque lo peor de todo es tener por funcionarios de prisiones a los dos vecinos. Fueron ellos los que quisieron firmar la paz, regalándome unas gafas y, desde entonces, todo me va aun peor. Otros, en cambio, tienen más suerte y acaban en Finlandia.

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