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—Auguraba frío, pero esto… —pensé, al tiempo que encendía las luces de la sala de profesores, habitualmente desierta a primera hora.

En estas fechas, viniendo de un parón largo como son las navidades, es normal encontrar el IES helado. A pesar de la temperatura, extremadamente gélida, abrí las ventanas para ventilar la sala. No tardé en acercarme a la mesa donde se ubica el cuaderno de guardias. Asombrosamente, no había ningún compañero apuntado. Me pareció increíble no contar con bajas el primer día de trabajo, con la que estaba cayendo. El timbre sonó. Las ocho y media. Salí hacia el aula, no sin antes comprobar mi horario.

Embelesado en las mil y una cosas que había que volver a poner en marcha, no caí en la cuenta hasta que llegué a clase. Allí no había nadie. Es más, ninguna persona se cruzó conmigo en todo el trayecto. El IES seguía a oscuras.

¿Han visto ustedes alguna vez un instituto vacío? Les aseguro que es terrorífico. Debe ser algo parecido a quedarse encerrado, durante un fin de semana, en un edificio de la Seguridad Social. Lo cierto es que estaba completamente solo.

Decidí poner rumbo hacia los despachos. De paso, preguntaría a los conserjes. Ya saliendo del aulario, me fijaba en el patio. Desierto. Miré hacia las dependencias de jefatura. No parecía haber luz (tampoco en consejería). Instantes más tarde, comprobaba que las dependencias estaban vacías. Saqué el móvil: lunes, diez de enero, ocho y treinta y seis minutos de la mañana. No. No me había equivocado.

Sentí un escalofrío cuando la puerta metálica se cerró tras de mí, debido a la corriente. Todas las máquinas fotocopiadoras estaban apagadas y los armarios de llaves, cerrados. Nervioso, me apresuré a salir de aquella habitación. Las escaleras hacia las aulas de ESO quedaban justo delante de mí, así que me aventuré a través de ellas. Al comenzar a subirlas, las luces se encendieron automáticamente. Me sentí aliviado al escuchar el relampagueo de los fluorescentes, aun sabiendo que, probablemente, allí no había un alma. Aula por aula, pude confirmar mis sospechas. Era el único docente en el IES.

Bajé por el ala contraria, giré la vista hacia la derecha y lo vi. Estaba casi tan asustado como yo. Quieto, pegado a su mochila, Alonso soltó aire al verme. Se había quedado congelado mientras escuchaba mis pasos descender por la escalera, acercándose. Nos reconocimos y, sin mediar palabra, sentimos un alivio mutuo.

—¡Llegas tarde! —le dije, tratando de bromear.

—¿Vamos a dar clase? —preguntó, incrédulo.

Pasados cinco minutos, Alonso copiaba en el cuaderno el último ejercicio que se nos quedó en la pizarra, veinte días atrás.

—¡La capitalización compuesta ha aguantado bien el paso del tiempo! A ver, Alonso. Si hace tres semanas, teníamos un capital de 1.234 euros, que había sido colocado al 1,25 por ciento anual compuesto durante veintitrés meses y una semana, dime ¿qué montante habremos conseguido a día de hoy?

Alonso no se lo podía creer. Me había dicho varias veces que quería irse a casa, pues todo Socuéllamos estaba confinado por la ómicron.

—¡Todo Socuéllamos menos tú y yo, Alonso! —señalé, haciéndome el loco. En realidad, lo que yo no quería era volver a quedarme sólo en mitad de aquel yermo. El IES Fernando de Mena nunca fue bonito, pero vacío, no se lo deseo a nadie.

Por cierto, Alonso resolvió con elegancia la actividad propuesta.

Montante conseguido = 1.234·(1,0125)2=1.265,04 euros.