Eduardo recorre todos los días el camino que va de casa hasta el trabajo. Lo hace andando y prescinde de cualquier ayuda electrónica. No escucha música ni atiende a las tertulias matinales. Tampoco camina pendiente del móvil. Solamente piensa cosas mientras avanza a través de la gente, que también va a su trabajo, o al médico o a realizar otros menesteres que no vienen al caso.
Cuando Eduardo llega a las oficinas, todo es bullicio. La gente, poco precavida, ha usado su automóvil para trasladarse desde sus estresantes barrios residenciales donde no hay ninguna tienda, llegando casi siempre con el tiempo justo o tarde, lo que les hace ir deprisa, empujar, resoplar cuando el ascensor tarda y comenzar la jornada de mal humor. Eduardo los mira sin decir esta boca es mía y se alegra de no parecerse a ninguna de esas personas que comparten empresa con él. No siente lástima ni tampoco se le pasó jamás por la cabeza concluir que él era mejor. Todo lo contrario, él se asombra de que no sean conscientes de lo mal que tratan a sus cuerpos y, sobre todo, a sus cerebros. Pobrecitos cerebros los de sus compañeros.
Eduardo sabe trabajar, conoce sus tareas y las lleva a cabo de manera escrupulosa. Nunca corre y no llega tarde a nada. Sus clientes están objetivamente satisfechos aunque, cuando coinciden tras una reunión en el ascensor, suelen comentar que desearían un gestor algo más vivo, con ese punto de informalidad que tienen los demás. Les escama aquello de que Eduardo nunca esgrimió una excusa por argumento. Un hombre sin excusas, porque no le son necesarias. Les gustaría poder enfadarse alguna vez con él. No es un reproche, más bien un lamento. Un cubata de vez en cuando Edu, suelen decirle cuando todo sale bien. Pero Eduardo no bebe, mucho menos en compañía.
Cuando termina la mañana, no sale corriendo. Detiene su trabajo y se dedica a pensar mientras observa al resto de la Humanidad huir despavorida del edificio. Suele recabar en la contradicción que trastorna a toda esta gente. Desean venir al trabajo para sentirse realizados y hablar de aquello que no pueden en casa y, segundos más tarde, escapan como alma que lleva el diablo, intentando recordar quiénes son y qué hacían en ese lugar.
Eduardo no es de irse a comer con los compañeros que se quedan. Es más de bocadillo sobre la mesa y, posteriormente, de paseo celador por los rincones más oscuros de la oficina. Recorre escaleras, abre puertas olvidadas y se asoma por las ventanas que hay en los fondos de los pasillos. Observa a la gente en sus coches, regulados por semáforos constantes y repetitivos que no saben hacer otra cosa que cambiar de rojo a verde, incapaces de retener a nadie con su naranja burlón.
Sabe Eduardo que cuando llegan los primeros compañeros, se dan codazos para reírse de él. Se mofan porque no hace lo que todo el mundo. Nunca se fue a comer con nadie ni participó en los cafés. De echar la quiniela ni hablar y de hablar por hablar, menos aún. Más que otra cosa, Eduardo piensa. Hace un momento, mientras regresaba de la última ventana de la sección de corte, pensó que ya era hora de hacer algo distinto. No es un pensamiento nuevo, ya que lleva días sintiendo que algunas cosas están cambiando. Menos mal que, cuando llega a casa, ha caminado tanto que todas esas confabulaciones propias e íntimas han terminado por ahogarse en el mar de la normalidad, la misma que escasea entre sus conocidos.
Tal vez Eduardo piensa que es único. Lejos de ser esto cierto, él no es más que un replicante colocado hábilmente por la suerte de un destino dirigido a hacernos creer que el azar ocupa nuestras vidas y que lo que tiene que pasar, terminará pasando. Pero Eduardos hay en cada bloque de pisos, en cada vecindario, en cada oficina, en cada ayuntamiento, en cada piscina y en cada playa, en cada vagón de metro, en cada estadio de fútbol, en cada cola del súper, en cada ciento y pico que nos cruzamos por las aceras. Están aquí para darle equilibrio a tantas vidas locas e inciertas que llenamos los espacios y los tiempos.