En paradero desconocido

Todos han escapado. Abrí el cajón esta mañana y ya no estaban. De ahí los ruidos que escuché esta noche en el despacho. Algunos de ellos andaban conspirando, susurrando, buscando la llave del secreter donde estaban encerrados el resto de sus amigos. Los liberarían aprovechando mi sueño profundo, descenderían hasta la caja de zapatos y la utilizarían para protegerse mientras huían a toda prisa, lejos de aquí. No les guardo rencor. Entiendo que lo hayan hecho, tras todos estos años recluidos, a expensas de mis caprichos y de mi mal humor. No fueron ellos quienes desarrollaron el síndrome de Estocolmo, sino yo mismo. Me volví compasivo, a veces incluso condescendiente, débil. Me invadió la pereza cuando de tareas de vigilancia se trataba y descarté las rutinas, descuidándolas hasta el punto de llegar hasta donde estoy hoy, sentado en esta silla frente a este viejo mueble, mirando el cajón vacío. Tal vez así es como deba permanecer. O algún día volveré a encontrarlos, iré por ellos, los recuperaré, trataré de convencerlos. No. Los engañaré de nuevo y los traeré a casa y seré, más que nunca, rígido, estricto, educado y firme. No volverán a traicionarme. No volveré a traicionarlos. Donde quiera que estén, que alguien me notifique el paradero de mis sentimientos.

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