Cuando los reyes venían a casa, nunca pasaban al salón. Dejaban lo que traían en el balcón, un lugar al que teníamos prohibido asomarnos y al que, a decir verdad, poco apego practicábamos. Ni siquiera cuando llegaron los quince años y había que fumar a escondidas, elegíamos aquel lugar.
Sería por el vértigo o por la sensación de salir volando debido al aire almeriense, pero el caso es que aquellos escasos dos metros cuadrados estaban reservados a los reyes. Bueno, y a los padres, que eran los que pasaban los regalos al interior, minutos antes de que nos levantáramos. Seis de enero, madrugón voluntario para niños (y para padres).
Años más tarde (muchos), he pasado alguna que otra vez por aquella calle (otrora carretera con dos sentidos de circulación) y he alzado la vista para ver aquel balcón. Continúan sus barrotes verdes, finos y metálicos, firmemente agarrados al forjado sobresaliente. Debían de estarlo, pues las barrigas de los reyes harían palanca suficiente como para ponerlos a prueba. Me pregunto si ahora, en esa casa que ya no es nuestra, seguirán acudiendo los tres gordos y si dejarán los regalos en el balcón o habrán aprendido a entregarlos online.