Que los humanos emitimos CO2 a la atmósfera era algo que, tarde o temprano, iba a ser gravado por una tasa. Sin embargo, a ningún dirigente se le ocurriría llegar a ella desde la nada. Quiero decir con esto que no ocurrió de un día para otro. La historia, según cuentan, se desarrolló de la siguiente forma:
Existió una pandemia mundial, provocada por un virus respiratorio que, prácticamente, detuvo el mundo durante un año. Como es evidente, el relanzamiento de la economía sufrió algunos problemas relacionados con las cadenas de suministro. La oferta de bienes y servicios no fue del todo capaz de responder al despertar de la demanda y se dieron tensiones en algunos aprovisionamientos, sobre todo en la energía.
Todo aquello causaría una inflación exagerada para la cual el primer mundo no estaba preparado. Sus acomodados pobladores sufrieron fuertes aumentos de precios en los suministros básicos. Sorprendentemente, en un mundo globalizado, donde la miseria vivía al otro lado de la puerta, esta gente no esperaba que las cosas se pusieran tan difíciles.
El aumento en el coste de la vida podía haber sido transitorio. No obstante, la ausencia de capacidad para sufrir del primer mundo logró que sus habitantes forzaran a los gobiernos a indexar la economía. Todos se pondrían nerviosos, actualizando los contratos, cada vez, a una tasa de precios mayor.
La inflación se aceleró y comenzó el sálvese quien pueda. Naturalmente, las autoridades monetarias endurecieron el crédito, regresando a la vieja ortodoxia continental. Tal retorno fue completo, pues volvieron los fantasmas de la disciplina fiscal y los gobiernos, no contentos con el impuesto inflacionario, buscaron la manera de aumentar en mayor grado sus ingresos.
Al mismo tiempo, una incomprensible ceguera selectiva se apoderó de la población del primer mundo. Líderes mediáticos intensificaron lo que vino a llamarse «la cultura de la cancelación» derivando la atención del pueblo hacia problemas que no se correspondían con los que los azotaban de forma continua. De manera increíble, tuvo éxito. Las gentes, pobres, parecían mantenerse ocupadas en batallas de humo, mientras no tenían dónde caerse muertos. Estaban elegantemente muertos.
Cancelaron vivir. Miles de personas comenzarían a sentirse culpables por exhalar el aire que respiraban, sabiéndose cómplices de dañar al planeta de manera irreversible. Evitarlo requería fallecer, por lo que se establecería un confuso orden moral, sujeto a revisiones periódicas, bajo el cual existían personas con una mayor carga contaminante que, obviamente, debían morir primero.
Fueron muchos los cancelados. Sin embargo, la salud del planeta no mostraba evidencias de correlación. Por otra parte, la clase revisionista que actualizaba las normas se mantenía lejos de las zonas de muerte. Morían otros. Las clases más bajas, condenadas a ser canceladas, se alzaron en contra del paradigma imperante, negando que morir supusiera un medio de unirse a un planeta mejor.
Hubo revueltas que se saldaron con una cantidad de CO2 exhalada tan gigantesca que, si realmente hubiese afectado a la tierra madre, esta hubiera colapsado. La élite revisionista logró acallarla, no sin antes advertir que la cancelación de la vida era demasiado peligrosa pues, antes que pronto, las revueltas volverían y quizá el resultado no cayera de su lado esta vez.
Se canceló la cancelación y se optó por continuar actuando contra la exhalación humana de CO2, aunque esta vez a través de una tasa fiscal, convenientemente regulada y recaudada de manera indirecta, para hacerla menos evidente. Naturalmente, se reglamentaron las correspondientes exenciones y reducciones, también los supuestos de no sujeción. La vida, con el paso del tiempo, se normalizaría, volviendo a su senda las cadenas de suministro, aliviándose la inflación y retornando a las políticas de crecimiento económico tradicionales.
Incluso las élites revisionistas, creadoras de la cultura de la cancelación, perdieron su influencia, dejando el gobierno a las nuevas clases, las cuales vendrían a restaurar el antiguo orden, previo a la pandemia. Sin embargo, la tasa por exhalar CO2 se quedaría entre nosotros, gravando cada soplo de aire que abandona nuestro cuerpo.