Las farolas y las noches siempre se han llevado bien. Como los mosquitos y mi piel. Como el calor y estos últimos días de mayo, que se llaman de lejos y se ven venir.
Estas noches en las que apetece estar al fresco y escribir. O mirar a las farolas y pensar. Hay ruidos que percibes. La puerta del ascensor, el pestillo del baño, la cucharilla en el vaso. Se escuchan los bostezos y, a estas horas, se apaga el deseo. O se deja para otro momento. Corre algo de aire y crees que estás venciendo. Estas noches te proporcionan ese atisbo de paz que acalla la guerra diaria. No tienes prisa.
Como piensas, recuerdas. Aun a sabiendas de que se trata del paquete completo ¡Si pudieras separar! Si quisieras hacerlo. Por fin te das cuenta. Lo malo hace a lo bueno. No estaríamos aquí si nos quedáramos sólo con media ecuación.
Oyes un coche pasar por la calle, llevando otras vidas dentro. Piensas en las cruces de los que viajan en él, tal vez hablando entre ellos, sentados juntos, pero mudos para ti. Siempre que observo a la gente en los coches, creo que no hablan. Simplemente, son personas que van de un sitio a otro. Mi cruz es más pequeña cuando soy optimista. Mi cruz es más grande si lo pienso muchas veces.
Por fortuna, los párpados vencen y el oído se acostumbra al zumbido del mosquito que se cansó de mi piel esta noche, para ir a buscar otra. Tal vez alguna que viajara en esos coches, que no dejan de pasar por mi ventana.