Tenían tan buen saque que, cuando acababan de comer, se desabrochaban el cinturón y empezaban el jamón. De lunes a miércoles, cocinaba la madre. De jueves a sábado, el padre. El matrimonio competía por ver cuál de los dos saciaba antes a la familia. El domingo era el día grande. Papa se encargaba de los entrantes y del primer plato. Mama, segundos y postres. Tenían dos cocinas, pues Papa usaba fogón y horno para los guisos y Mama había descubierto la inducción de manos del pequeño Adrián. Aquel fue mi primer domingo. Había conocido a Silvia en la facultad y, tras tres meses de relación, se decidió a proponerme entrar en el círculo. Toda la casa olía a comida. Era evidente que había cocido, pero cuando pude ver la olla más grande jamás forjada mover unas seis centenas de garbanzos y el horno repleto de espinazo y tocino, me pregunté si alguien más sería presentado en sociedad aquel mismo día. En la otra habitación, la Mama arreglaba lo que parecía ser una tonelada de bacalao y, al fondo, podía escucharse la cortadora de fiambre hábilmente manejada por el pequeño Adrián, el cual ayudaba con los entrantes. Seis docenas de claras batía la abuela Tomasa, de noventa años, con una cadencia que envidiaría cualquier chiquillo de trece años. Silvia ponía la mesa, la cual se asemejaba más a un quirófano por la cantidad de metal que había en ella depositado. En esto, sonó el portero. Era el del licor, que subía tres cajas de crema de orujo. Le abrí la puerta del ascensor y me miró con lástima. Me dijo, nene, ve llamando al 061, porque hoy te ingresan. Casi acierta. Aquella noche salí con los pies por delante. Mi Silvia, llorando, les gritaba a Papá y Mamá aquello de lo habéis hecho otra vez. Y tú no te rías Adriancito, que este es el cuarto que os cargáis. Yo aquellas cosas las escuchaba mientras me metían en vena suficiente disolvente como para hacer tres digestiones. No pudo ser. La Silvia tendrá que buscarse algo mejor. Y mira que me lo terminé todo, pero la crema de orujo me remató.