Lola anda leyendo el periódico. Ensimismada, está sentada en la barra dándole vueltas al café con las piernas cruzadas y su maravilloso pantalón negro, que le sienta tan bien. Vista así, desde el fondo del bar, pareciera que no hay nadie más a quien mirar. Ciertamente, el resto de elementos del paisaje cumplen su función, que no es otra que acompañarla. El vapor de la cafetera calentando la leche, las revoltosas cucharillas cotilleando juntas en el cesto de rejilla blanco, la Griso -maravillosa también- explicando algo en el televisor, silenciada por el mando a distancia y el irrepetible sonido de la puerta al intentar cerrarse dos veces, cada vez que alguien entra.
No hay manera de que Lola me mire. Tal vez si yo fuera protagonista de alguna de esas noticias tan interesantes que le hacen cruzar las piernas o esconder el pelo tras su oreja de esa manera. Lola acompaña las palabras con sus labios, dejando entrever toda su ternura debajo de tanta piel. Me quedaría observándola aquí, en este taburete, aunque el tiempo pasara y los niños me llamaran para pedirme el euro del bocata. ¡Ay Lola, Lola, Lola! ¡Ay!
¿Y si fuera yo ese pretendido periodista que ha escrito lo que Lola lee? Entonces sí. Me acercaría a ella para preguntarle si va a necesitar el sobrecito de azúcar que nunca usa. Lola es de café amargo, como su nombre, fuerte, sonoro. ¿Qué me diría? Seguramente no me reconocería porque los columnistas de segunda no ponen foto en sus artículos. Además, la última foto que recuerdo haberme hecho es una en la que estoy con mechas rubias y ahora voy de morena, glossy, glossy, como la del anuncio.
Yo, por si acaso, siempre echo todo el azúcar en el café, por si algún día Lola me ofrece su sobrecito, con lo que me gusta, Lola y el azúcar.