Lizbeth

Me llamo Antonio y tengo treinta y cinco años. Conocí a Lizbeth hace dos y ahora sé muchas cosas de su vida. Ella tiene actualmente setenta y tres, es de aspecto jovial y viste de manera alegre aunque si algo brilla de veras cuando la miras son sus ojos. Te quedas atrapado en ellos intentando descubrir cuántas cosas han llegado a ver y a comprender. Lizbeth nació en Bristol aunque, por lo que yo sé, lo que realmente le hace sentir viva es haber llegado a conocer muchos otros lugares del mundo. Vivió en París, la ciudad de tantas cosas, mientras estuvo casada con François, de ocupación bombero y arquero olímpico. Con él viajó por el mundo y, alguna que otra tarde, la he visto revivir paisajes porque literalmente se reflejaban en sus ojos. Cuenta que después de François, Alfredo, uruguayo, vino a ocupar su corazón y a quedarse durante toda la vida, aunque él ya descanse lejos de aquí. Con Alfredo, dejó de lado Europa y aprendió a amar a la gente de otra manera y con otros ojos, como corresponde en otros continentes. Envidio los ojos con los que Lizbeth ha mirado al mundo y también a Alfredo. Según cuenta ella, de no ser por él, esa juventud que exhibe aún hoy, hubiera permanecido dormida para siempre. Tanta fue la intensidad con la que vivían que no encontraron nunca el espacio ni el tiempo para pensar en sus hijos, que no concibieron. “Así fue como nos quisimos mucho” –suele decir en un inglés perfecto, inalterado a pesar de François, y de Alfredo.

A estas alturas, creo que tengo que decir que Lizbeth es, técnicamente, mi asistente de conversación. Personalmente o, mejor dicho, desde el punto de vista de las emociones, ella es alguien de la que aprendo cada viernes, de cinco a ocho de la tarde con té y pastas, a ver la vida con una perspectiva amplia y diversa, la que dan los años bien gastados porque se ha tenido un recorrido vital envidiable. Dudo que yo tenga algo parecido alguna vez.

El pub de Loren, así se llama, organiza todos los viernes un ambiente diferente donde puedes ir a entablar conversación en inglés. No hay reglas ni normas ni los absurdos “topics” que nos obligan a preparar en las pruebas terminales de idiomas. Simplemente, pides algo y te sientas con quien quieras para hablar de lo que surja. Lizbeth vive aquí desde hace seis años. Con Alfredo aprendió a amar la luz y no lo dudó un instante. “No es Uruguay pero la luz es parecida. Vivir aquí me recuerda a él” –responde cuando le preguntas por primera vez cómo decidió vivir en el sur. Pareciera que, en esos instantes, estuviera realmente a su lado. Está en ella, sin duda.

Lizbeth apareció en el pub de Loren justo en mi tercer viernes. Se acercó a nosotros con un exquisito inglés y ya no quisimos dejarla marchar. Por su inglés y por sus vivencias, aunque de éstas últimas fuimos sabiendo poco a poco. Viernes tras viernes nos quedábamos con ella. He de reconocer, no obstante, que llegamos a temer una crisis de conversación porque éramos incapaces de dejar de escuchar. Tal vez ella lo supo también porque, de repente, dejó de acudir al pub de Loren. Desapareció. Fue entonces cuando sufrimos una crisis real.

Ismael, Martín, Elena, Gustavo y yo volvimos a los aburridos “topics” que convenimos en traducir como temas manidos. Cansados de charlar sobre cine, frutas preferidas y de debatir acerca de playa o montaña, el último viernes de dos mil trece, veintisiete de diciembre, Elena nos recogió a todos con su coche nuevo y nos dirigimos a la urbanización donde vivía Lizbeth con la esperanza de dar con ella o con algún vecino que supiera darnos alguna información al respecto. No había pasado un mes desde su última charla con nosotros aunque nos parecía ya demasiado tiempo.

La urbanización donde residía Lizbeth no era demasiado grande. Sabíamos por las conversaciones que vivía frente al mar, así que no tardamos demasiado en dar con personas que la conocían. Al igual que ella, no eran pocos los que, tras una vida entera dedicada al trabajo, habían decidido pasar sus últimos años en estas tierras luminosas, que los nacidos aquí, en ocasiones, no sabemos valorar. Brice, un escocés tan extrovertido como pelirrojo, nos indicó efusivamente la dirección exacta donde residía Lizbeth. Nos costó entenderlo y, de camino, bromeamos sobre la posibilidad de incluirlo en las tertulias del pub de Loren.

La encontramos sentada en el patio de su casa, al sol, llenándose de luz mientras escuchaba el mar, tan cerca de ella. A su lado estaba Encarna, una mujer morena, algo más joven, de ojos grandes y negros y apariencia serena. Alfredo se marchó hace tiempo pero dejó a su hermana para que cuidara del amor de su vida. Lizbeth jamás nos habló de ella y cuando así se lo hicimos saber a Encarna, ésta sonrió como quien ya sabe lo que vas a decir.

“Lizbeth va y viene” –nos dijo sin dejar de mirarla, queriéndola mucho. “La veis aquí sentada pero se fue hace un mes. Su mente, de vez en cuando, abandona este cuerpo y se marcha al mar, con él. Cuando vuelve, es como al día siguiente, solo que me habla de él más intensamente. Entonces siente la necesidad de contar su vida. Supongo que por eso la conocéis. Y supongo que ya sabéis que lleva un mes así.”

Le contamos a Encarna cómo la conocimos y, de alguna manera, cómo nos habíamos enamorado de ellos dos y cómo éramos incapaces de olvidarla. Hablamos toda la tarde, hasta que la luz se apagó.

Los viernes siguen siendo viernes pero no siempre en el pub de Loren. Lizbeth vuelve de vez en cuando y, aunque nunca nos recuerda, vuelve a contarnos su vida, en un maravilloso inglés y con una maravillosa pasión por ella. Cuando Encarna llama, sabemos que por fin ha llegado uno de esos viernes en los que merece la pena tener esta luz, este mar y a Lizbeth junto a nosotros de nuevo.

Accésit. Mejor obra de autor local. II Certamen de Narrativa Corta Villa de Socuéllamos.