Con frecuencia semanal, tenía la costumbre de comer en la barra. El día elegido solía ser el jueves. Y lo era porque se daban cita una serie de hechos notables. Salida del trabajo antes de lo normal, jornada premonitoria al quedar un único laborable (¡viernes!) y ausencia de respuestas ante preguntas recurrentes (qué hago de comer, por qué no recordé poner en remojo los garbanzos, cuándo decidí vivir solo y qué será de mí si continúo olvidando que he de llamar al butano).
Esto ocurría, naturalmente, antes de la pandemia. El bar estaba (ahora, en estado de ERTE) cerca de casa, por lo que me aseguraba una plácida sobremesa en el chaise-longe sin demasiadas demoras y, lo más importante, sin coger el coche (solía ir y venir del trabajo a pie).
Comía solo. Y lo hacía justo a la hora del aperitivo, por lo que siempre estaba rodeado de gente. De hecho, en algunas ocasiones, me resultó complicado coger un sitio en la barra. Repleta, aquello era una auténtica Torre de Babel, pero de competencias profesionales, que no de lenguas (allí no había más que una). Así que conseguía hacer dos cosas. Comer (bien) y mezclar historias. Estas últimas provenían de todos los rincones de la barra. Desde el extremo reservado para camareros, hasta el privilegiado metro y medio anexo a los surtidores, pasando por el que hace curva y te deja ver quién entra y quién sale, la esquina donde la jefa hace las cuentas, o el que está justo frente al espejo, picado por los años, bordeado con letras de Soberano. Ese espejo, que tan poca justicia te hace, aunque a los demás parece pintarlos de su lado bueno.
Por algún motivo, todo aquel estruendo (follón padre, para entendernos) se lograba colar en la cabeza y, horas más tarde, daba para un relato o para una invención.
Ahora diré que ensoñación. Sí. Ahora que llega la fase tres y puedo ir a la barra. Porque todo es más difícil. Para empezar:
—ya no vengo del trabajo;
—todos los días me parecen iguales;
—tengo exceso de comida en la despensa (debido al confinamiento extremo);
—la gente lleva mascarilla y está desolada;
—todos hacen (en la barra) lo que yo hacía antes. Estar solos, a metro y medio de distancia, sin otra cosa que decirse que esto de la pandemia va a acabar regular (y menos).
Por tanto, ya no me sirven las barras para nada distinto a comer. Así que mientras cocino en casa, pienso en qué le estaría diciendo el pintor al ebanista, el gestor de los seguros al que poda los pistachos, la jefa al de toda la vida (de profesión, cliente), los niños a su mamá, los jubilados a sus señoras y el amigo de la hija al suegro. Lo pienso y, al final, algún relato sale, pero, como los de las barras de antes, ninguno.