El verano de mi vida coincidió con el tuyo. No creo que haya ocurrido antes ni, probablemente, vuelva a suceder en el futuro. Tuvo lugar una singularidad, algo único que nació, sencillamente, porque tú y yo coincidimos en el espacio, en el tiempo y en el amor. Como condición adicional, teníamos que ser nosotros. El resto de opciones invalidaba el fenómeno.
Recuerdo verte con aquellos amigos a los que, instantes después, despediste. Antes de eso, uno de ellos se había acercado a mí para pedirme que te hablara. Todo formaba parte de una broma de mal gusto a la que, por supuesto, no accedí. Fue entonces cuando me amenazó, mofándose de manera cruel. Justo hasta que apareciste para salvarme. Te quedaste conmigo esa noche y todas las del resto de agosto.
Me hablabas desde el primer minuto del día hasta el último de la madrugada, sin que te importaran mis ausencias, mis enfados, mis tristezas y mis carcajadas. Todo mi mundo interior se desmoronaba continuamente y, como por arte de magia, volvía a construirse de otro modo. Tú colocabas las piezas conmigo hasta que yo las volvía a tirar, sin que en nada ayudaran unas emociones que convergían, al mismo tiempo, en un punto diferente cada vez. Me sentía incapaz de dejarlas salir en orden y, sin embargo, las reconocía gracias a ti.
Yo lo llamo el verano de mi vida porque cambiaste algo. Si te hubieras quedado, no habría funcionado. Quedó sellado al verte desaparecer, justo cuando todos mis demonios interiores se hallaban en paz. Y en ese delicado equilibrio me he mantenido durante el resto de mis días, sujeto por cuerdas tirantes que median entre un inmensurable recuerdo y el dolor de aquel verano en el que mi autismo permitió que invadieras, por primera y última vez, lo que soy.