Ojos

La cena no le había sentado bien. Pensó que quizá descansar en el sofá antes de subir a la cama le aliviaría pero termina despertándose a las dos de la madrugada. Está helado y un terrible ardor asciende intensamente por su pecho, desde el estómago. El sudor frío le provoca náuseas. Intenta moverse pero no puede. Tampoco escucha la televisión. Quiere apagarla aunque el mando a distancia no funciona. Inspira profundamente con la intención de introducir en su cuerpo algo de aire fresco que lo alivie. La tele se apaga sola, o eso le parece. A oscuras, escucha una melodía entrecortada. Cuando cesa, advierte que su ritmo cardíaco se ha acelerado. Es consciente de su respiración, arrítmica e intensa. Las náuseas siguen ahí, como la imposibilidad de moverse. A su izquierda, la puerta del salón se abre, volviendo a escuchar esa música, ahora más cerca. Su volumen aumenta al ritmo de unos pasos que se dirigen hacia él. Se detienen justo en la puerta. La melodía parece transformarse en un mensaje extraño que no termina de entender. Apenas puede ver. Gira su cabeza hacia la puerta. Quiere gritar, despertar si resulta finalmente que es un mal sueño. Su mirada, fija en el umbral, es incapaz de distinguir nada. El silencio se rompe cuando escucha una voz, justo al otro lado, a su derecha, sobre su nuca. Lentamente, se vuelve hacia ella, sintiendo en ese instante cómo se le escapa la vida. La ve irse de entre sus manos, sin que pueda retenerla. Y esos ojos delante de él. No hay boca, ni cara, ni siquiera una expresión. Solo unos ojos, fijos en él, que lo traspasan mientras él desesperado quiere gritar por lo que se aleja. Vuelve la melodía, la escucha al fondo, recorriendo el pasillo con su vida enredada en el sonido. Vuelve la luz y la señal de la televisión. La puerta del salón se cierra y los ojos desaparecen. Él se queda únicamente con su cuerpo helado y la mirada descarnada, de la que arrancaron la imagen de aquello que lo mató.

 

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