la cisterna

—Cariño ¡No comas más! —le dice Esperanza a su marido, justo después de ver cómo acaba con el chorizo cortado del plato que tienen delante.

Ismael, que así se llama, niega con la cabeza, queriendo decirle que no se preocupe, que esta vez está todo controlado ¡Y tanto! Da gusto verlo, apretándose el cuarto tercio de Mahou cinco estrellas y el último pincho de tortilla que quedaba en otro de los platos que pueblan la mesa.

Son las doce del mediodía. Esteban anda cortando jamón, Juan Fran prepara el sofrito de la caldereta mientras Luis pasa huevos por agua, Isabel repone almendras y patatas fritas, Gonzalo chequea el botellero para asegurarse de que los botellines cuentan con la temperatura óptima y Lourdes destapa otro bote de berenjenas para ponerlas al lado de los altramuces y los torreznos.

Ginés se ha colocado en el rincón opuesto y anda liado con los gazpachos manchegos (ha traído las tortas frescas de Almansa) y Laura pregunta por el revientalobos. Andrés coloca el hielo para los cubalibres de la tarde y su mujer, Andrea, corta queso curado al romero.

—¿Quién quiere un botellín? —pregunta Ismael que, con un ¡ay! de por medio, se levanta de la silla de plástico blanca en dirección al botellero. Magistral su muñeca, manejando el abridor. Seis tercios en cada mano, casi al punto de congelación, que reparte a demanda. Algunos de los destinatarios, a remojo en el piscinón, que hace un día de calor que pa qué.

Para cuando llega la caldereta y los gazpachos, el píloro de Ismael se halla congestionado. Ahí, donde acaban las costillas, arranca una inflamación que amplía el abdomen hasta doblar casi su tamaño original. Esperanza hace ya un rato que lo asumió y lo deja por imposible. Otro tercio de Mahou fresquito al grito de:

—¿Dónde está esa caldereta buena? ¡Que ya hemos dao cuenta de los gazpachos!

Luis ha cortado pan como para llenar diez o doce cestos.

—¡Pan de la cooperativa! ¡Del bueno, bien asentaico! —vocea mientras las rebanadas, literalmente, vuelan. Ismael se acerca al plato para echar sopas en la caldereta. Eso, con una mano, mientras, con la otra, se aprieta otro botellín. Lucas, buen amigo, está al quite y le ha traído otro más, fresquito.

—¡A este paso me desabrocho! ¿Y ese jamón? ¿Nadie se lo come?

Media hora más tarde, no hay rastro de la caldereta ni de los gazpachos. Habría que partir jamón de nuevo y sacar las tres tortillas restantes del frigo. Patatillas, almendras, berenjenas, altramuces, cacahuetes, pistachos, torreznos, aceitunas y tocino, agotados. Ni rastro del pan. Es hora del postre.

—¡Olé ahí! —se escucha desde la otra punta de la mesa. Ginés aparece con una caja de cartón que bien podría contener una radial de 125 (o un compresor). Al destaparla, ¡voilá! Riñoncitos, bienMeSabe, tocino de cielo, hojaldres, milhojas y crema. Se van pasando y la caja aligera de peso.

—¡Para el que no quiera, ha traído Raúl galletillas y roscos! ¡De Alquife, Graná!

Unos pasos por delante, Andrés va cortando sandía y melón. Unas buenas tajadas para ir bajando la comida, antes de los pastelillos y el café. Ismael no renuncia y mira contento a Esperanza, que también se ha animado finalmente con el bienMeSabe.

Café y cubalibres, mientras unas y otros se remojan en el piscinón. Conforme van saliendo, fresquitos, se van turnando para fregar (que escasean ya los platos y las copas balón). Los que siguen en el agua, donde se da pie. No por miedo a ahogarse, sino para tener a mano el copazo, justo al lado de la piedra. Ismael da una voz:

—¡A ver esos puritos!

Son las cinco de la tarde y los cuarenta y tres grados dan fuerte, pero esta tribu es de hierro. En lugar de ir cayendo, aparecen más. Por la puerta asoman Lucas y Teresa y, para cuando se sientan en la mesa, ya tienen puestos dos whiskazos con coca cola, que acompañan con gominolas.

A Ismael se le entornan los ojillos y se gira, tanto como le deja la silla de plástico, para mirar a Esperanza.

—Cariño, te quiero mucho —le dice con media sonrisa, al tiempo que casi pierde el equilibrio. —¡Leches! ¡Que vuelco! —dice asustaico, mientras tira de piernas para balancear su cuerpo al lado contrario y no terminar de morros en el suelo.

—¡La cisterna, Ismael! ¡La cisterna! —le grita Esperanza, agarrando fuerte la silla de plástico, que amenaza con despatarrarse violentamente. En esto, a Ismael se le ponen los ojos en blanco. Todo el contenido de su abdomen oscila, provocando en él una sensación de náuseas que conoce bien. Incluso se escucha la mezcla estrellarse contra las paredes de su estómago. —La cisterna, —piensa, —¡la cisterna no me deja vivir!

Estabilizado, recupera el nivel y sopla aliviado.

—¡Ya estoy mejor!

—¡Menos mal! —grita Gonzalo, que está haciendo lumbre porque a las ocho llegan las chuletillas. Y ya son menos veinte. Hay que ir cortando más jamón y reponiendo los cuencos de torreznos. Más botelines. Ginés rasca el fondo del botellero y Loles anuncia que va a faltar hielo para los cubalibres de después:

—¡Os lo dije, que era poco hielo! ¡Cipotes!

—Nosotros nos vamos ya —se despide Esperanza, levantando a Ismael despacito, que ha dado buena cuenta de doce chuletillas, cuatro tercios más y un par de rones (con limón).

—Cuidao, cariño, la cisterna, que esta noche todavía tenemos que hacer el amor —le dice al oído, cucándole un ojo.

—Estás tú para eso.

—Ya verás, ya.

Ya en casa, Ismael sale de la ducha y se acuesta. Ha encendido el aire acondicionado y se está fresquito. Cuando Esperanza entra, él la está aguardando con su media sonrisa.

—¡Ven pa cá, cariño! —le dice —¡Que estoy en óptimas condiciones!

Esperanza le da un voto de confianza a la situación y piensa —¿por qué no? —pero todo cambia cuando se sienta en su lado de la cama. El delicadísimo equilibrio en el que se hallaba Ismael, se quiebra (a pesar del mínimo peso de Esperanza). El colchón se ladea e Ismael (que se había incorporado, apoyándose en el cabezal) pierde la referencia de la almohada y se precipita entero hacia el lado de Esperanza. Esta, ágil y advertida por la experiencia, de un salto, abandona el colchón, provocando otro vaivén, esta vez para el lado contrario. A Ismael se le vuelven (de nuevo) los ojos hacia arriba.

Los dos platos de caldereta, media cacerola de gazpachos, el revientalobos, el chorizo, el jamón, los torreznos, las berenjenas, la tortilla, las aceitunas, patatillas, pistachos, almendras, pipas, gominolas, bienMeSabe, riñoncillos, la sandía, el melón, los cubalibres, las chuletillas, el queso y la madre que lo parió. Todo, todo eso se mueve dentro de él, de un lado a otro, como un péndulo.

—¡Ismael! ¡Cariño! —grita Esperanza sin atreverse a detener el movimiento, el cual aún está en su fase de aceleración. La sábana, empapada de un sudor frío, se ha caído al suelo e Ismael, en pelotas, parece dividido en dos. Sus piernecillas, flacuchas y débiles, parecen inmóviles en comparación con su abdomen, que agitado, se balancea a izquierda y derecha. No se aprecia otra cosa, pues la cisterna lo tapa todo. Ismael intenta detener el movimiento agarrándose con sus brazos a los lados de la cama.

—¡Te lo dije! ¡No comas más! ¡Te lo dije, Ismael!

—Cariño, otro día hacemos el amor, si te parece, que estoy pa morirme —le dice Ismael, media hora después. Esperanza ha cambiado las sábanas y le ha preparado un par de sobrecillos de El Tigre. Estabilizado, dormirá sentado en la cama, apoyado contra el cabecero, soplando cada par de minutos.

—¡Ayyyyyyyyyyy! —se le escucha desde el salón —¡Ayyyyyyyyyyyyy! Cariño ¡cuánto te quiero!

—Sí hijo mío, sí —barrunta Esperanza, acostadica en la habitación del niño, que está estudiando en Salamanca y aún no ha terminado los exámenes.