Añadió un poco más de licor al vaso. Antes de beber, lo pensó mejor y acabó llenándolo del todo. Tal vez así dejara de sentir ese extraño zumbido bajo sus pies. Se preguntó si el resto de comensales había advertido los temblores que se producían, casi de manera continua, desde que comenzara la comida. La prudencia y el temor a parecer ridículo evitaban la pregunta pero, después de apurar el vaso de un trago y volver a llenarlo, comprobó que las miradas de todo el mundo reparaban en él y creyó que era el momento oportuno para hacerlo.
—Disculpad pero, ¿no notáis cómo el suelo se mueve constantemente?
—No notamos nada, querido. Tal vez sea el licor que tanto aprecias lo que hace que todo parezca moverse a tu alrededor, ¿no crees?
Las palabras de Mercedes surtieron efecto y decidió no volver a hablar. En su lugar, miró a todos los comensales y apuró por cuarta vez el vaso, volviéndolo a rellenar. Al hacerlo, terminó la botella y, con gesto de incredulidad, la alzó para que todos la vieran y gritó:
—Camarero, ¡traiga otra de esta, por favor!
Acto seguido la hizo descansar sobre la mesa de forma sonora, sin quitar la mirada de Mercedes. Aquello incomodó a los dos acompañantes que observaban cómo volvía a beberse de un trago todo el vaso, otra vez.
La situación presentaba trazas de terminar mal. Y lo hizo. Justo cuando destapaba la segunda botella, el suelo se abrió, partiendo la terraza en dos. Mercedes, horrorizada, contempló cómo la grieta engullía a la mesa de al lado. Toda una familia desapareció y otra quedó colgando mientras sus miembros imploraban una ayuda imposible. Uno de ellos logró zafarse de la ley de la gravedad y pudo salvar el vacío. Se giró para tender la mano a quien parecía su mujer, a punto de caer, y, en ese momento, una bestia dentada los devoró a los dos.
—Os lo dije. El suelo se movía y ninguno me habéis dado la razón, —sentenciaba borracho, llenando el vaso por octava vez. —¡Te lo dije! —apostilló, señalando con el dedo a Mercedes, paralizada —¡y te reíste de mí!
De la grieta habían emergido tres criaturas más, similares a la primera. Carecían de algo que les facilitara la vista, su piel era peluda y parecían provistos de patas minúsculas. Su aspecto se asemejaba a una procesionaria, aunque eran sus bocas lo que más terror causaba. Estaban repletas de dientes y trozos de carne, provenientes de los cuerpos humanos que habían caído al agrietarse el suelo. En cuestión de segundos, sólo quedaba una mesa en pie. Mercedes y el matrimonio acompañante se habían subido en ella y permanecían abrazados. Tal vez, si el ruido que el pavimento de hormigón producía al quebrarse hubiera cesado, se habrían podido escuchar los gritos de los tres. Él, sentado aún en su silla, terminaba la botella, brindando a la salud de sus acompañantes, sin dejar de avisarles:
—¡El suelo se movía! ¡Se movía! ¡Jajaja! ¡Os lo estaba diciendo!
Una de las criaturas, la que había devorado toda una mesa repleta de runners, giró lentamente su cuerpo hacia ellos. Esa procesionaria gigante los hubiera despedazado si no llega a ser por Jaime, uno de los camareros que aún seguían con vida en aquella terraza. Parapetado tras la barra de aluminio, reunió el valor necesario y llamó la atención del bicho peludo. Lo hizo golpeando dos cubiteras entre sí. Aquello abrió la boca y, justo en ese momento, Jaime, ayudado por su mujer, Clara, introdujeron una de las estufas de butano que calentaban la estancia.
—¡Ahora, Clara! ¡Gira el regulador!
La procesionaria prendió en llamas, haciendo desaparecer a las tres restantes entre las grietas.
—¡Ya no se mueve el suelo! ¡Bien por Jaime y Clara! ¡Otra botella de este gran licor! —gritaba él, desde su silla, mirando a Mercedes, que aún seguía de pie, en la mesa, abrazada a sus dos amigos.
Mercedes bajó y se sentó a su lado. No tenía fuerzas para mirar al resto de la terraza, pero lo hizo. Todo el mundo había desparecido, dejando un rastro de sangre y horror esparcido entre sillas y mesas, destrozadas por las mandíbulas de las criaturas. Podía ver algún brazo, alguna pierna desmembrada y el cadáver quemado de aquello. El olor era nauseabundo y el silencio, espantoso.
—¿Qué tal has dormido? Tendrás una buena resaca. Anoche te pasaste con el licor.
Medio despierto, entreabrió los ojos. Recordó la terraza, los brindis, el café y las copas. Aturdido, preguntó:
—¿Quedaron contentos los vecinos con la comida?
—Mucho. El sitio les encantó. Tranquilo y acogedor. Aunque nos tuvimos que venir antes, ya sabes…
—Podía haber sido peor, Mercedes, mucho peor.