La orilla de la playa está repleta de algas. Las olas, oscuras y embravecidas, rompen sin descanso para vomitar una nueva remesa de ellas, amontonándolas a escasos metros de las toallas.
En este lugar, el poniente es fresco y alegre, convirtiendo la playa en todo lo contrario de lo que la mayoría busca. Cuando acontece, el sol apenas se nota y el aire es un invitado molesto. Las sombrillas se doblan del revés o huyen arrastrándose por la arena, hasta ser detenidas por el muro del paseo marítimo. No está la gente para ir detrás de una sombrilla. Ya no tenemos esa forma física.
La nueva normalidad ayuda. La playa está casi desierta, algo impensable justo un año antes, por mucho aire que corra. Todo ello propicia la soledad. Las familias, los amigos y los niños optan por quedarse en casa. Este poniente es para los solitarios. Y la playa, de esa manera, no es sino para descansar.
Lo saben bien nuestros mayores que, a diario, bajan a las nueve de la mañana a bañarse con un sol que asoma de estreno. Conviven durante unos instantes con las cañas de los pescadores que ya van de vuelta. De fondo, las máquinas adecentan la arena sin molestar. Como el corredor que termina sus kilómetros y desaparece por segundos bajo el agua, liberando el calor acumulado. La estampa corresponde a cualquier mañana.
Pero esta es una tarde de poniente. Y a la vez, de nueva normalidad. La suma algebraica de estas dos variables me ha colocado sobre una silla baja, muy cerca de una arena que no quema, respirando un mar que me trae recuerdos de niño, cuando las playas de aquí no las quería nadie porque eran de chinarros y bajábamos hasta en vaqueros para jugar y llegar a casa perdidos de alquitrán (hasta los ojos, decía madre) por culpa de un poniente que ya sólo nos deja algas y distancia. Ni lo uno ni lo otro lo queríamos y, ahora, es lo que tenemos. Menos es nada.