Sesenta por dos (II)

Aquel sábado Isabel tenía cumpleaños. Su amiga Lorena celebraba cuarenta y dos y había conseguido reunirlas a todas para pasar el día juntas. Minutos antes de salir, le dije que pasaría el día en casa acostado porque tenía migrañas. Me dio un beso y se marchó. Me alegró que por fin saliera y deseé que todo lo que nos había ocurrido durante los últimos meses no fuera más que una pesadilla.

Con Isabel ya en la calle, dejé el móvil en casa, cogí el coche y puse rumbo al lugar que había elegido como el más idóneo. Apenas tardé dos horas en llegar ya que la mayoría de la distancia la hice en autovía. No obstante, fueron los últimos kilómetros los que más me costaron pues desde hacía diez años no había vuelto a pasar por allí. Aquel lugar estaba relativamente cerca de donde residí por aquel entonces y recuerdo que los fines de semana algunos compañeros del club de atletismo solíamos ir hasta ese sendero a correr.

Cuando por fin llegué al camino, estaba tal y como lo recordaba. Avancé unos minutos más y paré el coche. Sentado, esperé a que anocheciera, lo que no tardó en ocurrir. Entonces, abrí el maletero, saqué la pala y comencé a cavar un agujero de medio metro de profundidad, unos dos metros de largo y otro medio de ancho. Tardé tres horas en hacerlo y solo sentí frío una vez que terminé. Allí de pie, examinando aquella fosa con la luz de la linterna, se le helaba la sangre a cualquiera. No quise pensar. En el macuto azul había guardado un mono, unas gafas, guantes y protectores para los zapatos y el pelo, que utilizaría unos días más tarde. Lo saqué del maletero y lo arrojé a la zanja, junto a la pala.

Después de cuatro horas, me hallaba en el coche de nuevo. Había disimulado el agujero con ramas y ahora conducía rezando para que aquello aguantara unos días sin que nadie lo descubriera. Isabel llegó a las cinco de la mañana. Se metió en la cama sin hacer ruido, me dio un beso y se quedó abrazada a mí. En los días venideros, intentaría seguir manteniéndola al margen.