Sesenta por dos (y III)

Le enseñé la pasta al tiempo que no dejaba de mirarle a los ojos. Era lo que había pedido, en billetes de veinte y de cincuenta, usados. Sergio echó un vistazo dentro del macuto azul y volvió a levantar la cabeza. Asintió con la mirada al tiempo que dejaba escapar una medio sonrisa, cerró la cremallera y subió a su coche, un presuntuoso Volvo cabrio que dejaba entrever el maldito ego que algún día lo arrastraría dentro de un agujero polvoriento.

Ya no recuerdo ni siquiera cuándo comenzó todo esto. Isabel y yo intentamos durante años tener hijos. Cuando estuvimos seguros de que nos sería imposible engendrarlos, quisimos adoptarlos pero aquello resultó imposible. Isabel sufría constantemente de depresiones y mis migrañas me incapacitaban, según ellos, para poder responsabilizarme de un bebé. De nada servía el hecho de que ella y yo lleváramos juntos toda la vida. La conjunción de sus males con los míos era lo que impedía terminar con éxito cualquier proceso de adopción que intentáramos.

Sergio nos abrió una posibilidad desesperada y nos acogimos a ella. Veinte mil por la que sería Sandra con todo en regla. Isabel me esperaba en el coche, temblando. Cuando abrí su puerta y le di a la niña, solo me miró. En el fondo de su alma se sentía horrible y a la vez no dejaba de engañarse o de decirse a sí misma lo que hubiera sido de aquel bebé si ahora no estuviera con nosotros. La capacidad de autoengaño es lo que nos permitía seguir adelante con aquello y haber dado un paso que ahora sabemos jamás debimos atrevernos a dar.

Durante los últimos meses, los dos habíamos pasado un calvario. Alejada de su familia durante meses, Isabel permaneció aislada en casa todo este tiempo. Ahora comenzaríamos esa vida que deseamos siempre, le repetía constantemente. Lloró en silencio con la niña en brazos hasta que llegamos a casa.

Aquella noche, unos hombres entraron en casa y se llevaron a Sandra. A Isabel la amordazaron y a mí me maniataron delante de ella mientras me obligaban a ver cómo uno de ellos acercaba un cuchillo a su garganta. Nos dijeron que nos matarían si hablábamos y que Sergio ya llevaba lo suyo encima. Estuvo desaparecido una semana de la empresa y llegué a pensar que lo habían asesinado pues la policía vino a preguntar por él. Sus hermanos estaban preocupados al no dar señales de vida aunque, finalmente, apareció dando miles de excusas.

Hoy sé que todo fue un engaño. He seguido a Sergio durante estos meses y conozco de qué manera se gana la vida. Estoy al tanto de sus rutinas, de sus amigos y de lo que es capaz de hacer. Esta noche ha quedado con Luisa para tomar algo, antes de cogerse la baja pues lo van a operar de su miopía, según ha contado. Pero Luisa no irá porque a última hora su madre se pondrá enferma. Y yo pienso hacer que todo esto acabe para Sergio igual que acabó para Isabel y para mí.