Los pasodobles

Bonaro se despertó de un coma que le había durado doce años. Pasó un tiempo con masajes y acupuntura y, para cuando se pudo levantar y andar como Dios manda, se dio cuenta de la ausencia de su mujer y, lo que es peor, del fallecimiento de su perro, muerto de pena al ver que Bonaro no regresaba.

La hija de Bonaro lo cuidó durante el coma. Iba a verlo a diario y le contaba las cosas del noviazgo, primero, y del matrimonio, más tarde. De esta forma pasó de padre a abuelo. Quién sabe si fueron las carantoñas del nieto las que terminaron por despertarlo.

—Unas alegrías por otras tristezas —rezaba Bonaro, tumbado boca abajo mientras Lucía masajeaba su carne, recién resucitada.

Lucía se refugiaba en el trabajo, pues le había perdido el sabor a la vida tras sufrir cinco desengaños seguidos. Así, sin compasión, que parece que hay personas a las que deben de caerle todos los castigos que otros se merecen. Pero ahí estaba Bonaro y, mientras ella estimulaba sus músculos, él se metió en su corazón y barrió todas las penas.

—Ya puede usted andar bien, Bonaro. Incluso podría bailar. Algo flojito, no se me emocione usted. Algo como…

—¡Como un pasodoble! —interrumpió Bonaro, haciendo gestos con los brazos.

A Lucía le pareció un poco antiguo, pero terminó acompañando a su paciente a la verbena de un barrio a las afueras, donde nadie pudiera verla. Rodeada de extraños, creía que esquivaría la mala suerte. No se le ocurría pensar que, tal vez, sólo se trataba de sentirse libre y no de entregarse a un supuesto destino, inventado por aquellos que rehúsan coger las riendas de sus vidas.

—¿No se cansa usted, Bonaro? ¡Mire que ya llevamos seis pasodobles y mañana se me va a quejar en la camilla!

—Mañana no iré a la sesión, Lucía —respondió —Tampoco pasado, ni al otro. Marcho con mi hija a Tenerife. Quizá, llámeme atrevido, desee usted acompañarme.

Lucía no apareció en el aeropuerto al día siguiente. Bonaro se giró por última vez antes de presentar el billete en el embarque, esperando aliviar esa sensación de pérdida que se había quedado agarrada a él tras el coma. Entonces, notó un tirón del pantalón que lo devolvió a la realidad.

—¡Abu! ¿Vamos?