El cielo es azul y las nubes, blancas; la tierra, oscura y los árboles, de hojas verdes, en su mayor parte. Las casas, de donde yo vengo, suelen ser de fachada blanca y rojizas por la parte de su tejado. Están salpicadas de ventanas que permiten ver desde dentro; tienen puertas que dejar abiertas o cerrar cuando interesa y se hallan conectadas por calles que nos llevan de una a otra y hasta nos permiten salir de los pueblos y mirarlos desde lejos, sobre una colina, con el cielo y las nubes como únicos testigos; alivia sentir el aire en la cara.
—Mira el pueblo. Parece mentira que hace un momento estuviéramos allí.
—Y te perdías todo esto. ¡Mira las calles! ¡Mira cómo están trazadas en su camino hacia la plaza! Puedes llegar a ella desde cualquier punto.
—También desde aquí, si deshacemos lo andado. Porque, ¿vamos a volver, verdad?
El cielo es de un azul oscuro, casi negro; las nubes ya no están. Parecería descarnado, de no ser por las motas de luz blanca. La tierra sigue siendo oscura y los árboles no dejan de moverse, azuzados por un viento helado. Sólo uno de los dos volvió al pueblo y no fui yo. Descanso, sobre la tierra y se apaga la luz.