Tengo un pequeño jardín al que acostumbro a salir todos los días, a eso de las cuatro. Es el momento en el que da el sol. Sus rayos se cuelan por el patio de luces. Me siento frente a ellos, con la cara hacia arriba y los ojos cerrados, dispuesto a recibirlos.
La postura es incómoda, pues no tengo más que una vieja silla metálica de playa y mi cuerpo ya no es el de antaño. Sin embargo, mis sentidos y mis anhelos siguen intactos. Puedo escuchar la televisión de Amancio (la pone tan alta que podría hacerlo desde el mismo Vietnam, si quisiera); oír los gemidos de los recién casados del tercero b (volvieron de luna de miel justo el 14 de marzo), oler el potaje de garbanzos de Tomás (o lo que quede de él); soñar despierto con Luisa (enamorada de otro hombre, a miles de kilómetros de aquí); recordar a mis hijos (ahora, lejos); imaginar el mar (yendo a morir a esa orilla que conozco).
Todas las tardes regreso, así, al lugar donde quiero estar. Lo hago sin moverme de casa y lo consigo fácilmente. Tal vez sea porque estoy solo. Así es como me enfrento a lo que pienso, a lo que soy, a lo que perdí y a lo que tengo. Hizo falta estar confinado para querer y poder quedarme solo. Físicamente, ya lo estaba, aunque me negaba a verme. Este jardín, con sus nueve metros cuadrados, tiempo ha un maltrecho patio, se ha convertido en el espacio donde, día tras día, confinado, me encuentro conmigo mismo.