La silla

Esta noche has venido pronto y no me dió tiempo a sacar la basura. Te has enfadado conmigo y, de nuevo, te has marchado a dormir sin pedirme que te acompañe. Cuando he llegado a la habitación, ya estabas durmiendo, de espaldas a mi lado de la cama. No he querido despertarte, así que he decidido sentarme en una silla, delante de ti, para observar tus párpados cerrados y escuchar tu respiración, aguantando la mía cuando, de repente, te dabas la vuelta. Me preguntaba si notarías mi ausencia al invadir mi espacio en el colchón y no sentir el calor de mi cuerpo.

Si ahora despertaras de repente y me vieras aquí, tan cerca de ti, inmóvil, con la piel ya helada, como un muñeco de cera, sin pulso desde hace horas. He muerto recordando cómo hacías el amor conmigo, cómo me besabas, cómo me tocabas. No ha venido de golpe, pues lo supe esta tarde, horas antes de que llegaras. Pensé en decírtelo, pero apenas me diste tiempo. Al menos sé que el disgusto no iba en serio, pues resulta complicado descansar cuando la angustia o el rencor te dominan. En unas horas despertarás junto a mi cadáver, rígido e imposible de descabalgar de esta silla. La misma sobre la que solías sentarte cuando me escribías aquellas cartas, años atrás. Aunque, ahora que lo pienso, ya sin vida y, por tanto, sin remedio, hace meses que no sabes quién soy ni recuerdas lo que significo para ti. Tal vez así sea mejor. Esa estúpida persona, como acostumbrabas a llamarme, que no ha tenido mejor idea que irse a morir en una silla, a los pies de mi cama.