Calvo entró la primera. Desde que se incorporó al equipo, Luengo no había podido adelantarse ni una sola vez y eso era algo que sus años de servicio no llevaban bien. Nunca le gustaron los novatos. Me miró con esa cara de incrédulo con la que había nacido y la siguió, resignado. Aquel sitio estaba oscuro y la linterna de García no daba para mucho. La sala tendría unos setenta metros cuadrados y, sin embargo, parecía pequeña. Había una gran cantidad de mobiliario esparcido y las paredes se hallaban forradas de madera. La humedad era insoportable. Por el olor, parecía que todo aquello estaba podrido. Allí estábamos los tres, sin saber dónde se había metido Calvo. Desde el fondo, la oímos llamar a García. Necesitaba más luz. Luengo soltó un <ya estamos> sin que le importara que ella lo hubiera escuchado. Calvo suplía su falta de experiencia con una formación intensa y una dedicación cercana a lo enfermizo. Además, tenía la habilidad de sacar de quicio a Luengo, dejándolo en su sitio a la mínima. A estas alturas, ya sabíamos todos, incluido él, quién iba a retirarlo.
-Llama a los químicos. Van a tener trabajo aquí, -dijo Calvo sin apartar la vista del suelo, iluminado por la linterna de García.
La víctima resultó ser Ernesto Rúez Chianni, un abogado de cincuenta y tres años que trabajaba para clientes de dudosa reputación. Lo habían degollado y dejado morir allí mismo, a juzgar por las huellas que pudimos advertir. Calvo lo conocía bien. Era el abogado que consiguió la libertad del asesino de sus padres, ocho años atrás. Salimos de allí cuando llegaban los químicos y, por primera vez, pude ver a Luengo mirar a Calvo de esa manera en la que él miraba a los que consideraba de su misma especie.
Microrrelato seleccionado en Concurso Policíaca de Letras con Arte