La niña dedicaba todas las tardes a hacer sus deberes. Eran tantos y tan tediosos, que ocupaban por completo el período que iba desde las cuatro hasta las ocho o nueve de la noche. Solía terminar cansada de permutar los colores de los bolígrafos y el portaminas, copiando los párrafos perfectos que ya estaban en los libros, pero que también debían estar en la libreta. Para los enunciados, el azul; las flechitas, con rojo, y las soluciones a lápiz como diríamos nosotros aunque era una fina barra de grafito la que se pegaba al papel, siempre de manera temporal hasta la corrección.
Hablando con ella, años más tarde, conveníamos en lo mecánico de estas tareas, donde casi nunca se dejaba sitio al ejercicio de la decisión. Todo era copiar y pegar a mano. Copiar una pregunta literal de un libro de texto que ofrecía la respuesta unas líneas más arriba. Así los dedos adquirían fuerza y destreza, como si se prepararan para escribir de puño y letra durante el resto de su vida.
Además de la mecánica, existía en aquellos procesos un mensaje velado según el cual pensar por uno mismo, plantear soluciones alternativas o buscar otros caminos estaba prohibido al igual que ocurrió siempre. Las respuestas a aquellos interminables y dirigidos enunciados habían de plasmarse en el cuaderno con el portaminas porque estaban permanentemente expuestas a la corrección. La probabilidad de fracaso estaba en el aire y, más valía que pudiéramos rectificar con una goma, que exponerse a las connotaciones negativas del error. Se primaba, por tanto, lo perfecto y lo acertado, que ya podía leerse en el texto. Atreverse con el perspectivismo, desempolvar la creatividad o hacer algo sencillamente diferente suponía adentrarse en la senda de lo incierto y arriesgarse a ser penalizado. Sin decisiones no había error, aunque sin error no habría aprendizaje.
El error debería ser bello, como bella es la vida y todo lo que nos hizo estar aquí, en medio de la Nada. Existe vida en mitad de un universo caótico debido a un error, que no a un acierto. Dudo que estuviéramos a gusto si nuestra presencia estuviera permanentemente expuesta a ser borrada. Mejor que nos tachen y poder, de esta manera, hacer un mundo mejor sin perder de vista lo que nos salió mal.