El vecino ha encendido esta mañana el transistor a las seis y media, nada más y nada menos. Así que gracias al grosor del rasillón que separa su cabecero y el mío (arquitectos previsibles y su afán de poner los dormitorios juntos), hoy me he despertado con Carlos Herrera, que por lo visto está siempre muy contento y no hace más que repetir que qué hacemos en la cama a esas horas, perdiéndonos una mañana maravillosa.
Es la tercera vez que me lo hace, lo de despertarme a esas horas con su indestructible transistor. Tuve la oportunidad de verlo un día que coincidimos en el ascensor y era igualito que el que tenía mi padre en la carpintería, negro y con una goma elástica que lo mantenía unido y hacía la suficiente presión sobre las pilas como para que funcionara a todo trapo. Eso eran vatios, no lo que hay ahora. Volviendo sobre el tema, no es eso lo que me molesta sino que ni siquiera lo escucha porque enseguida se mete en el baño a cantar y ya no hay dios que lo aguante, ni siquiera el tal Herrera lo haría. Puñetero transistor, a mí el mío no me va porque un día cualquiera se le terminaron las pilas y nunca me acuerdo de cogerlas cuando estoy en la cola del súper, esperando a que terminen de hablar el cajero y la clienta, que no hablan de nada pero tardan, dios lo que tardan. Si los hubiera despertado el vecino con el Braun, el Herrera y él mismo cantando, no andarían de tan buen humor.
Camino a la oficina, en el bus y apretado, dale con Herrera, que sigue con lo de levantarse. Ya son las ocho y no veo más que niebla. Además, hace un frío del copón y aquí va todo el mundo helado. ¿Dónde hará el programa este tío? Lo mismo está en alguna playa caribeña de Venezuela y claro, nos ha jodido, allí siempre hacen días buenos y la gente anda sabrosito, con su pescadito, su fuego y sus bailes. Los míos me los da el conductor del bus y, dentro de media hora, el jefe, que hoy toca bronca. Ayer no vendí lo previsto.
Ay Herrera, si tuvieras el vecino que tengo yo. Esta tarde compro las pilas. De hoy no pasa.