El mercado queda a la izquierda. Centenares de personas ponen a prueba sus voluntades. Entre ellas, Matías. Esta mañana decidía deshacerse de su vieja escopeta, así que vino temprano a buscar compradores. Cansado de enseñarla y de exponer las bondades de su beretta A-304, ha decidido hacer una parada en el carromato de los pollos asados y encargar dos, que hoy es domingo y la señora no cocina y encima vienen las nueras con los nietos. Tres raciones de patatas, sí y échale mucho caldo a los pollos, que a la familia le gusta mojar pan. Ay, el pan, sí. Cinco barras ponme. Espera que dejo la escopeta. Y pum. Tardó unos diez segundos Matías en comprender lo que había pasado. El olor a pólvora impregnaba todo el puesto. Juan Pablo, el pollero, se desangraba mientras su mujer gritaba sin parar. La policía tardó en llegar más de quince minutos. Para entonces, Matías ya se había pegado un tiro en la cabeza. El pollero, al que no conocía de nada, moría a la par que él, al otro lado de la máquina de asar. La pollera acabó en el hospital, sedada. La señora de Matías no paraba de llamarlo al móvil, tras comprobar cómo aquel hombre suyo se preocupaba solamente de vender su vieja escopeta y no atendía al wasap. Aquel domingo comieron paella del bar de abajo. Los hijos durmieron la siesta en los orejeros, las nueras ayudaron a María a recoger y los nietos hablaron con las novias por el Instagram. Eso fue el domingo. El último de Matías, que por vender su escopeta se llevó por delante al pollero del mercado y dejó sin pollos a toda la familia. Por si parecía que solamente eran malos los lunes.