Había salido cruz en los últimos trescientos siete lanzamientos. No existía probabilidad que resistiera tal solución.
—¿Era la moneda perfecta? Apuesto a que no —dijo la matemática asintiendo con la cabeza.
—Era perfecta —afirmó la ingeniera, orgullosa de su diseño.
—¡No lo comprendo, en ese caso! —exhortó la primera. No puede, con tal número de experimentos, definirse con éxito un espacio probabilístico que comprenda los dos resultados. No es posible ¡No lo es!
—Tal vez estén operando más variables y no las estemos contemplando.
Aquella frase procedía de un rincón. El que siempre ocupaba la economista. Con cierto enojo y cansancio, la miraron aguardando a que continuara.
—Lleva usted razón. Y usted también. La moneda es perfecta y el espacio probabilístico cuenta con dos resultados: cara y cruz. Aunque me temo que hemos olvidado que, en todo modelo, siempre hay un error y este debe ser, si el modelo es bueno, el padre (y la madre) de todos los errores. Un error perfecto. Como ya habrán supuesto ustedes dos, nada hay de limpio en ese error que, sistemáticamente, tras trescientos siete intentos, únicamente nos ofrece la cruz de la moneda. Se nos escapa algo. Algo que lo ensucia.
—¿Y qué propone usted? —inquirió la matemática, mirando de manera cómplice a su colega física.
—Propongo examinar, no ya la fuerza ni el ángulo, ni siquiera la longitud de los dedos de la persona lanzadora. Ciertamente, ahí podríamos encontrar alguna razón. Sin embargo, pretendo analizar la intención del lanzador.
—¿Puede eso medirse? ¿Modelarse?
—Puede castigarse o premiarse. Elijan ustedes el signo de la consecuencia. Pero introdúzcanla en el experimento. Premien o castiguen. Es más ¿por qué no? premien y castiguen (a la vez) al lanzador por sus resultados.
—¡Absurdo! Premiar y castigar a la vez ¡Nada cambiaría!
—Todo cambiaría. No puede pensarse, simultáneamente, en un premio y en un castigo. Mucho menos aún cuando se desconoce cuál de los dos será más intenso. La indecisión nos conducirá a la aleatoriedad, la madre (y el padre) de todos los errores. Si quieren algo limpio, procuren que exista la duda.
—¿Qué ha salido? —volvió a preguntar desde su rincón.
—Cara —dijeron a la vez, repletos de dudas.