Lorenzo Quiensabe es un niño confinado. A primeros de septiembre, sus maestros lo sentaron al lado de Alfredito Masquecosas y resultó que este ya era positivo COVID. Así que Lorenzo, con todo el dolor de su corazón, marchó para su casa y allí permaneció diez días. Únicamente salió para hacerse la PCR, que resultó negativa.
Al undécimo día, Lorenzo regresó al aula más contento que unas pascuas. Sus maestros volvieron a sentarlo en su pupitre, esta vez al lado de Martita Comosifuera. Martita lo miraba con enfado, pues ella quería estar cerca de su mejor amiga, Gracia Siesquevino, que había dado positivo en COVID y que contagiaría a Martita horas más tarde. Como resultado, Lorenzo regresó a casa, de nuevo por diez días, siendo también esta vez, negativo por COVID. Veinte días de asueto, largo y doloroso, interrumpidos por un breve intermedio.
Lorenzo retorna, ya en octubre, a su colegio. Viene con miedo y pide a sus maestros, sentarse al final del aula, junto a uno de los rincones. Allí, lejos del resto, confía en no ser contacto estrecho y estéril. Un contacto negativo que lo condene, de nuevo, a reclusión y clases online. Los maestros acceden y colocan al niño lejos del tumulto. Lorenzo aprovecha las clases, pues no quiere que lo recoloquen en platea, a pesar de que por allí rondan sus amigos, Miguelito Tuercebotas y Sandra Miscalcetines, ahora novios y prometidos.
Sube el jefe de estudios al aula, acompañado de la directora. Nombran a Lorenzo y él, pobre, se esconde debajo del pupitre. Señor Quiensabe, salga usted de su escondite y acompáñenos. Su tío le espera abajo. Debe marcharse a casa por positivo COVID de sus padres, notificado desde la clínica con urgencia extrema. El niño, conviviente de positivos, abandona por tercera vez la escuela.
Lorenzo, llegado ya el mes de junio, es caso de estudio. Ha estado confinado, por períodos de diez días, durante nueve meses. Y en todos los episodios, sus PCR han sido negativas. Es tachado por algunos desaprensivos como real gafe de la comarca, pues quien se sentó a su lado, acabó infectado. Otros lo han considerado un anticuerpo humano, por sus reiterados negativos. Un amuleto para el barrio, dijeron algunos, convencidos de que lo divino se había manifestado sobre el alma de Lorenzo, el primogénito de los Quiensabe.
Pero lo cierto es que Lorenzo Quiensabe perdió el curso. Y también extravió la alegría que solía acompañarlo desde que se levantaba. Desarrolló un extraño acento al hablar y le cogió asco a dormir en su cama. Todos estos síntomas parecen provenir de las veintisiete pruebas PCR que se le practicaron, sin piedad alguna. Como tampoco demostraría tenerla, la Seguridad Social que, tras conocer el elevado número de pruebas diagnósticas practicadas a Lorenzo, remitió carta certificada en sobre de ventanilla negra a la familia Quiensabe. Tres mil diez euros con ochenta y dos reclama el organismo por iteración anormal en la realización de pruebas diagnósticas en la mutua. El padre de Lorenzo, autónomo de profesión, que sufría hace bien poco el aumento de su cuota por contigencias profesionales y cese de actividad y la madre, propietaria de salón de baile cerrado por exigencias sanitarias, han decidido reclamar.
Responde el organismo, a través de misiva con pomposo membrete de la Tesorería General de la Seguridad Social y eslogan gubernamental.
—Denegada, Lorenzo, denegada.
—¿Qué quiere decir denegada, papá?
—Negativo, hijo. Negativo.
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—relatos de un segundo confinamiento—