Por alguna razón derivada de las tesis que llevaron a Murphy a postular su famosa ley, las llaves solían estar en el último bolsillo que inspeccionaba. Esto sucedía con mayor frecuencia en aquellas situaciones en las que tenía más prisa o en las que su desesperación provocaba una ansiedad tan absurda como intensa.
En ocasiones, justo en el momento de decidir el orden de búsqueda, lo invertía. Pensaba -«Seguro que al final están en el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta»- así que comenzaba por éste, sin éxito, para terminar encontrándolas en el bolsillo que inicialmente había elegido, antes de decidir permutar el orden.
La sensación que le quedaba, ante semejante estupidez, era fatal. Su mala suerte se extendería desde lo insignificante hasta lo relevante. Si era incapaz de acertar una sola vez a la hora de buscar las llaves, ¿cómo iba a hacerlo en las cuestiones vitales? De ahí que su ansiedad no se disparara a la mínima. Sucedía que ya lo estaba permanentemente. Así, si decidía salir a tomar una cerveza, resultaba el peor de los días para ello, dando con personas con las cuales acababa metiendo la pata y arrepintiéndose a la mañana siguiente.
Si decidía ir al cine una tarde, resultaba que escogía una película que, a la postre, acabaría decepcionándole. Todo en su vida implicaba decidir siempre mal. Esa maldita ansiedad lo dominaba, lo consumía y lo hacía desgraciado.
Esta mañana ha venido contento al trabajo. Le pregunté por las llaves del archivo, un viejo armario metálico tan horrible como olvidado. Metió su mano en el bolsillo derecho de su pantalón y me lanzó un llavero saturado de malas decisiones. A la primera. Si esta noche, dice de ir a tomar algo, me iré con él.