Cualquiera que fuese el motivo, viajar a comienzos de verano le traía recuerdos de cada una de las etapas de su vida. Tras el cristal de la ventanilla del coche, podía parar su mente y dedicarse a mirar el verde fresco de las viñas intercalado con los ocres de los campos de cereal recién cosechado. Los viejos postes del tendido telefónico que flanqueaban la carretera, huían demasiado deprisa cuando fijaba la vista en ellos hasta que alguno, torcido y con carácter, le hacía volver a sus pensamientos. Los viajes de su infancia sabían a primos lejanos que se disfrutaban durante el verano, a juegos y correcalles, a noches de luna y cuentos de miedo. Olían a las palomitas de domingo, con azúcar y con sal, al gusto de cada primo o de cada domingo. Los viajes de la adolescencia sonaban a libertad, a la independencia de un espíritu que sin amigos perdía su fuerza. No tenían destino ni lo requerían, pues eran solamente viajes de ida en los que importaba más el camino. Con los años, habría viajes que comenzaran con una despedida y terminaran con un encuentro y esos habrían de convertirse en sus preferidos.